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Echeverría, narcisismo y contradicción

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

La única ocasión en la que pude tener una larga plática de varias horas con Luis Echeverría, fue cuando ya había dejado de ser presidente. Era el segundo año del sexenio de Carlos Salinas de Gortari y nos recibió, junto con Daniel Moreno, ambos estábamos entonces en el unomásuno. Hablamos de todo y, en particular, de política internacional, tan sorprendente después de la caída del Muro de Berlín. Dejó entrever, en el lenguaje siempre codificado de su generación, que tenía profundas diferencias con Salinas de Gortari, hubiera preferido que Manuel Bartlett fuera el candidato, dijo, y me autorizó a publicar parte de esa plática donde hacía amplios elogios a Cuauhtémoc Cárdenas y a Porfirio Muñoz Ledo, entonces los principales opositores del salinismo. 

 Era, hay que reconocerlo, un gran personaje, un hombre culto y con una plática interesante, pero lo que opinaba no admitía debate. 

Escribía esta semana John Carlin, hablando de la caída de Boris Johnson, que este tipo de políticos (en los que incluía desde Johnson hasta Trump; desde López Obrador hasta Fidel Castro) “lo que tienen en común es un colosal narcisismo. Desde su propia imaginación construyen un ecosistema en el que ellos son los dueños de la verdad, en el que lo que piensan o sienten los demás, carece de importancia; en el que todo ser sensato debe sucumbir a su visión de un mundo mejor... El peligro llega cuando grandes cantidades de personas hacen suyo su autoengaño, cuando creen en él, con el mismo fervor que él cree en sí mismo”. Así era Echeverría. 

 Tuvo algunos aciertos como gobernante, pero adoptó demasiadas decisiones erradas, creyendo o tratando que creyéramos, de que íbamos hacía un liderazgo global que nunca existió. Incluso, saliendo de la Presidencia, en medio de una gravísima crisis política y económica, aspiró nada más y nada menos que a ser secretario general de la ONU. Terminó de embajador en Nueva Zelanda y las islas Fiyi. El principal de sus errores fue la centralización absoluta del poder. Aquella frase tristemente célebre de que “la política económica se maneja en Los Pinos” provocó que hubiera una sucesión de funcionarios en Hacienda, que movían la economía de acuerdo con las ocurrencias presidenciales, enterrando así el Desarrollo Estabilizador que había mantenido tres décadas de crecimiento real. 

Hizo un buen diagnóstico: faltaban empleos y oportunidades para los jóvenes y efectivamente integró a muchos en su equipo, pero aumentó estratosféricamente las plazas en el sector público (casi las quintuplicó), aumentó el gasto público, endeudó al país y terminó provocando una devaluación dramática que tuvo costos sociales altísimos. 

 En términos políticos, la herencia del 68 nunca lo abandonó, tampoco la del halconazo del 71. En un hombre con una concepción del poder tan centralizada, es difícil creer que ésos hayan sido sucesos que se le hayan salido de las manos o sobre los que no pudo tener control. 

El asesinato de don Eugenio Garza Sada, en septiembre de 1973, es otra demostración de la forma en que ejercía el poder: la poderosa Dirección Federal de Seguridad que Echeverría controlaba desde los tiempos de secretario de Gobernación, tenía infiltrada desde un año y medio antes de ese intento de secuestro, que terminó en asesinato, a la célula guerrillera que estaba planificando esa operación, siempre supieron qué se estaba haciendo, cuándo y dónde. No son especulaciones, lo hemos documentado hasta en los pormenores en el libro Nadie supo nada, la verdadera historia del asesinato de Eugenio Garza Sada (Grijalbo, 2020). Desde ese momento, la ruptura con todo un sector muy importante del empresariado nacional fue inevitable. 

 Políticamente mantuvo una línea contradictoria: en lo internacional, se presentó como un líder del llamado Tercer Mundo, en uno de los momentos más críticos de la Guerra Fría, sobre todo en América Latina. Se dijo en aquellos años uno de los más cercanos aliados tanto de Fidel Castro como de Salvador Allende, pero, al mismo tiempo, los archivos de la CIA dicen que le pasaba información a la Agencia Central de Inteligencia estadunidense. Tuvo, y creo que fue su mayor mérito, una notable actitud ante el golpe de Pinochet en Chile y las dictaduras en Argentina y Uruguay. Abrió como ningún otro país, las puertas al refugio y asilo a miles de perseguidos y lo hizo con dignidad y certidumbre. Fueron miles, sin exageración, los que le debieron la vida a aquella decisión de su gobierno. 

Pero, al mismo tiempo, la política interna era profundamente regresiva. Los pocos grupos que optaron entonces por la vía armada fueron aniquilados, la izquierda partidaria no existía, el Partido Comunista actuaba de facto, pero legalmente era ilegal. La interlocución con el PAN no existía y, además, desde el poder se alentó su división. Cuando fueron las elecciones de 1982, José López Portillo fue el único candidato, no hubo un solo opositor. 

Echeverría cooptó a buena parte del mundo intelectual de entonces, imponiendo aquello que alguna vez pregonó incluso Carlos Fuentes: era “Echeverría o el fascismo”. En los medios, su principal espacio de oposición fue el Excélsior, hasta que, poco antes de terminar su gobierno, provocó la expulsión de sus directivos, encabezados por Julio Scherer y Manuel Becerra Acosta. De allí nacerían, años después, Proceso y unomásuno. 

Lo que Echeverría había ganado en el mundo intelectual, lo perdió ese día para siempre. Como todos y cada uno de los objetivos que se propuso desde entonces. Falleció el sábado. 

Muy pocos fueron a despedirlo. 

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