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75 por ciento

Javier Aparicio

Javier Aparicio

El decreto presidencial por el que se establecen “las medidas de austeridad que deberán observar las dependencias de la Administración Pública Federal”, emitido el pasado 23 de abril, señaló varias medidas por demás controversiales.

La primera de ellas es que “de forma voluntaria se reducirá el salario de los altos funcionarios públicos hasta en un 25% de manera progresiva”. Estos mismos servidores públicos, que van desde subdirecciones hasta la presidencia misma, “no tendrán aguinaldos ni ninguna otra prestación de fin de año”.

Es probable que el grueso de la opinión pública difícilmente muestre gran simpatía por la burocracia de cualquier gobierno. Sin embargo, vale la pena recordar que estos funcionarios ya vieron reducidos sus salarios y prestaciones al inicio de la actual administración. No se trata de afectar a la burocracia de administraciones pasadas, sino de las y los funcionarios que con gran compromiso han sido reclutados por el nuevo gobierno.

Sobra decir que, más allá de la discutible legalidad de la medida, esperar que los servidores públicos renuncien “voluntariamente” a sueldos o prestaciones presenta un dilema puesto que, de no aceptar, podrán ser fácilmente identificados o penalizados por sus superiores jerárquicos.

La segunda medida del decreto indica que “no se ejercerá el 75 por ciento del presupuesto disponible de las partidas de servicios generales y materiales y suministros. Esto también incluye a lo supuestamente comprometido.” Para implementar esta medida, el 22 de mayo, la Subsecretaría de Egresos de SHCP envió un oficio a los titulares de las dependencias de la administración pública federal para ordenar un ajuste de tres cuartas partes de los recursos disponibles para gastos de operación (los llamados capítulos de gasto 2000 y 3000) del presupuesto aprobado al inicio del año. Estas partidas consideran rubros como materiales y suministros administrativos, alimentos y combustibles, por un lado, y servicios generales como energía, gas, agua, comunicaciones, arrendamiento de edificios o equipos, servicios profesionales y/o de mantenimiento, entre otros.

Toda vez que el decreto se expidió hacia finales de abril, una buena parte de estos gastos quizás ya haya sido ejercida, comprometida o contratada. Sea como fuere, las dependencias públicas tendrán que habérselas con sólo una cuarta parte del presupuesto restante. En la práctica, para muchas dependencias esta medida significa paralizar sus actividades por el resto del año —sólo las Secretarías de Salud, Marina y Defensa quedaron exentas de la medida—.

Considere por un momento el impacto de esta medida en la Secretarías de Educación Pública, Bienestar, Seguridad, Trabajo y Previsión Social, o del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. En particular, este recorte obliga a los Centros Públicos de Investigación del Conacyt —entidades que no gozan de la autonomía de las universidades públicas, por ejemplo— a reducir al mínimo sus actividades por lo que resta del año.

Incluso con un eventual “semáforo verde”, algunos centros difícilmente podrían reanudar sus actividades sustantivas de docencia presencial e investigación en ciencias básicas o aplicadas. Un recorte presupuestal de tal magnitud impone un costo excesivo en la calidad de la formación que recibirían los estudiantes de licenciatura y posgrados de centros como CINVESTAV, COLEF, INAOE o el CIDE (donde laboro desde hace 17 años), en momentos de gran adversidad e incertidumbre.

El caso de los centros Conacyt es sólo un ejemplo de las consecuencias de una mala decisión presupuestal. Este recorte afectará a un sinnúmero de dependencias públicas. Sin embargo, dadas las circunstancias, muchos de los funcionarios a cargo de ellas difícilmente podrán alzar la voz públicamente. Paralizar las funciones de la administración pública federal sólo agravará la recesión en ciernes, al afectar a proveedores y prestadores de servicios del propio gobierno.

No permitamos que los jóvenes del país reciban la señal de que no vale la pena estudiar un posgrado en México, que no vale la pena regresar a quienes hoy se encuentran fuera del país, o que no vale la pena dedicarse a la docencia e investigación en México. Castigar a la educación superior y la ciencia y tecnología no es la mejor forma de paliar una crisis de las proporciones que enfrenta el país.

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