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EPN y el reto de los duros

Ivonne Melgar

Ivonne Melgar

Retrovisor

Frente a la retaguardia de la marcha del jueves, entre bicicletas, carreolas, perros, sillas de ruedas y espectáculos de luz que proyectaban el rostro de los 43 normalistas desaparecidos en las paredes del Centro Histórico, me asaltó la duda de si alguien se tomaría el trabajo de llevar esas imágenes a Los Pinos.

Mientras advertía que a diferencia de las primeras movilizaciones de octubre, ésta del 20 de noviembre sumó al ímpetu universitario la solidaridad manifesta de sus padres, el azoro de quienes antes sólo observaban y hasta el morbo empático de los que siempre acuden donde hay desmadre, supuse que irremediablemente en el primer círculo del mandatario habría unos colaboradores dispuestos a revisar con lupa el contenido del video y otros que optarían por rasurar las partes incómodas.

Porque si nos asomamos por encimita al registro de los tres ríos de gente que confluyeron en el Zócalo, los acelerados que oyen pero no escuchan podrían decirnos que hay mano negra en las consignas que hablan de tirar al gobierno.

Pero si nos atenemos a los hechos, los interesados en comprender qué carajos pasa en las calles, podrían reportarle al Ejecutivo Federal que más allá de la estridencia, el domingo los muchachos de la UNAM desenmascararon a un encapuchado, y que en la asamblea interuniversitaria los ultras se quedaron con las ganas de armar  un caos en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), cuando la mayoría votó por cancelar ese punto de arribo.

Eso cavilaba, sobre la avenida 5 de Mayo, cuando comenzó el susurrro. Era la recomendación de las señoras que los estudiantes hicieron suya: que ya no llegaran a la plancha, que se quedaran ahí, lejos de los vandálicos, los prende puertas de Palacio Nacional, los embozados.

Me pregunté si también allá, en la sede de la toma de decisiones, alguien tendría la prudencia de parar a los duros, a los que ven fuerzas oscuras en cualquier protesta y piensan que todo iría muy bien, si no fuera por los desestabilizadores. 

Pronto me respondí que sí, que en unos cabe la mesura y en otros el entendimiento. Lo digo por quien haya convencido al Presidente de que ninguna tradición se encuentra por encima de la responsabilidad y que cancelar el desfile alusivo a la Revolución Mexicana era asunto de gobernabilidad,  porque la política no es cuidar las formas.

Me vino a la mente la posible frustración de los militares por el freno a la centenaria costumbre. Pero en seguida reparé en que, pese a la muina castrense, esa mañana el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, había abordado el espinoso tema de los asuntos de Estado, al definir que la seguridad no es cosa sólo del gobierno, sino de todos.

A querer o no, el alto mando castrense enviaba la señal de que esto de cumplir, o fallar, en la preservación de la integridad física o patrimonial es una responsabilidad que atañe a los distintos niveles de gobierno.

Y de eso se trata el argumento de que la desaparición forzada de los normalistas tendría que pedir cuentas a los cómplices del grupo criminal que infiltró a la policía de Iguala por órdenes del alcalde del PRD, José Luis Abarca, y a los omisos que se siguieron de largo aunque los gobernados clamaban auxilio. Y aquí caben desde el gobernador perredista con licencia Ángel Aguirre, hasta los funcionarios federales que habrían prometido acciones coordinadas con los poderes locales.

Pero hay que decirlo: la noche de la marcha, en sintonía con la preocupación de los contingentes estudiantiles, el operativo policiaco del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el gobierno capitalino de Miguel Ángel Mancera, se encargaron de visibilizar, encapsular y detener a quienes estaban dispuestos al fuego.

Ese mismo jueves pasamos del mensaje presidencial contra los afanes desestabilizadores que arrastraban las protestas, al deslinde gubernamental para reinvidicar las movilizaciones como actos legítimos y llamados a la paz.

Simultáneamente, atestiguamos la decisión de la Segob de tomar el costo de replegar y detener a los mismos violentos de los que huyeron los marchistas.

Y de eso se trata el capítulo que viene, de aplacar a los ultras de uno y otro lado. A los golpistas seudorevolucionarios que se dan cuerda con la ilusa idea de una renuncia presidencial. Y a los complotistas, dispuestos a ridiculizarse en el alivio de que todo se reduce a una maniobra orquestada.

Frente a ambos extremos, que se alían en la urgencia de sembrar catastrofismos, insisto en que sería una experiencia tan intensa como necesaria mostrarle al presidente Peña Nieto de qué trató la marcha.

Y, sin ediciones convenencieras, compartirle ese collage de ciudadanos congregados para reclamar una justicia que es sinónimo de nuestros pendientes, un colectivo de mexicanos afines frente a la barbarie, porque ahora los hermana el miedo pero también el ya basta.

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