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El coronavirus cambió la rutina

Imagen de la Mujer

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Por Cecilia López Bátiz*

 

El despertador suena a las 6:10 a.m., aunque me veo tentada a ignorarlo. Tengo que estar lista para la videollamada de las 9:00 en punto, pero antes de esa hora, mi hijo de tres años debe estar vestido, desayunado, con los dientes lavados y las manos ocupadas en alguna actividad que lo aleje el mayor tiempo posible de las pantallas, incluyendo la de mi laptop.

Es inadecuado decir videollamada cuando sucede con la cámara apagada para evitar que detrás de mi imagen ojerosa se vea la cama a medio hacer, la mesa debajo del rompecabezas, ropa sin doblar, vasos, listas de pendientes y acuarelas sobre recibos de luz y gas. Mi esposo se encarga de la comida ‒a veces con su teléfono; a veces con un sartén‒ mientras malabareamos la atención de Xavier:

—Ve a ver qué está preparando papá.

—Ve a pedirle a mamá una hojita para dibujar.

Nueve de cada 10 veces la respuesta es “no quiero”, pero no tenemos otra opción para atender a los clientes, al jefe, al equipo, a los amigos por Facebook, a las amigas por WhatsApp, a Sheinbaum y a López-Gatell, a mis papás por teléfono, a todos los demás con Susana Distancia… No recuerdo cuándo fue la última vez que tuve 10 minutos para cubrir alguna necesidad básica como ir al baño con la puerta cerrada.

El home office ha maximizado el fin de la jornada laboral de las 6:00 p.m. a las “tantas” de la noche. Es irreal ‒le dice un Paw Patrol a un Transformer‒ y me doy cuenta lo mucho que repito la frase frente a mi compañero de trabajo.

La cuarentena es un reloj de manecillas pesadas. Se siente el paso de cada minuto cuando tratas, simultáneamente, de redactar una presentación y educar a un preescolar sin usar aparatos electrónicos. Veo a la tablet como el enemigo cuando descubro lo fácil que entretiene a Xavier sin perder la paciencia. Quisiera la mitad de ese entusiasmo cuando le suplico hacer una plana de trazos previos a la lectoescritura. 

Pasadas las 8:30 de la noche, a veces más cerca de las 9:15, recuerdo que es hora del baño, la cena, la pijama, los dientes, el cuento para dormir, rezar y buenas noches. La única rutina que se sigue al pie de la letra. “Te pedimos que no le dé coronavirus a mis primas, amén”, dice una vocecita cansada antes de empezar a soñar con el parque al que no ha podido ir en seis meses.

Los dos adultos de la casa fingimos barrer mientras turnamos la cena y la lavada de platos, suplicando que el refrigerador todavía tenga algo qué ofrecer. 

A las 11:30 p.m. soy consciente del dolor de brazos ocasionado por mi poca práctica para trapear pisos. Si fuera una semana típica, aceptaría ver el capítulo de la serie que tenemos tan atrasada ya, pero la presentación inconclusa me espera en la mesa del comedor-escritorio.

Dos horas más tarde me acuesto pensando que las sábanas no se cambiarán solas, prometiéndome que mañana sí me dará tiempo de leer ese libro abandonado en el buró.  A la 1 de la mañana mi hijo decide visitar la cama matrimonial, preguntándome por qué lo dejé solo en su cuarto.

Cuando por fin llega el sábado, leo en Instagram el #QuédateEnCasa de Jennifer Lopez en su mansión con 3 jardines, mientras mi perro hace pipí en las macetas de la azotea del edificio, mi esposo toma fotos de la vista despejada desde el piso 13 y Xavier pone en mi mano un soldadito mientras me apunta con otro: “¿Te disparo?”. Estoy muy tentada a contestar que sí, pero sólo sonrío y pienso que al menos tengo tiempo para jugar con él. Y que, antes de darme cuenta, todo esto también pasará.

                                cecy.lopezbatiz@gmail.com

 

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