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Un buen alemán

Fernando Islas

Fernando Islas

FLORENCIA.- A las clásicas visitas que cualquier turista hace en la ciudad del Renacimiento como La Academia para apreciar el David o el recorrido de la Galería de las Uffizi, entre cientos de obras de Giotto, Filippo Lippi, Botticelli, Ghirlandaio, Caravaggio, Rafael, Leonardo et al; a las obligadas vueltas al Duomo y la Baptisterio y a las Basílicas de Santa Croce y Santa Maria Novella, se suman otros puntos menos célebres como la Biblioteca Laurenziana, cuyo atractivo secreto es una escalera diseñada por Miguel Ángel, o la Specola, el Museo de Historia Natural que cuenta con la colección más grande del mundo de modelos anatómicos en cera que datan de 1771, o el Museo de Galileo, que conserva en muy buenas condiciones los mejores instrumentos científicos de la época, además de un dedo del astrónomo pisano en un relicario.

Las estrechas calles de la capital de la Toscana son un privilegio para la vista. Aparentemente nadie tiene reparo en perderse en ellas y descubrir más arte en sus pequeñas iglesias o en los nichos, remates y altares de frescos o esculturas en casi cualquier esquina. Y sí: en Florencia el lugar común es la belleza, por lo que el vértigo que han sufrido sus emocionados visitantes llevaron a la psiquiatra Graziella Magherini a nombrar dichas sensaciones, en 1979, el Síndrome de Stendhal. En su día, el escritor francés no tuvo más remedio que rendirse ante una “sobredosis de estética”.

Cuenta Florencia con tratos y retratos, mitos y leyendas. Los florentinos son dedicados narradores orales. Así, uno se entera de mil cosas. Miguel Ángel dibujó, de espaldas, sobre el muro frontal del Palacio Vecchio, el rostro de un caminante. Dante, por su parte, solía sentarse en una roca, sobre la que también se orinaba, cerca de la ábside del Duomo a observar su construcción y la vida que le pasaba. Ambas cosas, el trazo y la piedra, se encuentran a la vista de todo mundo, pero no en las guías de viaje.

En 1501, Miguel Ángel, ya un famoso artista, empezó a esculpir el David en la Piazza della Signoria, pero demandó tapar la visión de los curiosos que se congregaban a verlo trabajar. En 1527, un tumulto popular provocó que una pesada piedra golpeara el brazo izquierdo de la escultura, partiéndolo en tres, con la suerte de que dos niños recogieron sus pedazos y se los llevaron en una carretilla, resguardándolos durante cinco décadas en el taller de uno de los padres de los pequeños salvadores hasta que Cosimo I de Medici, el mecenas del Renacimiento, mandó reparar la obra maestra.

Las labores de rescate y conservación de Florencia han dado gran material a los historiadores. Acaso la Segunda Guerra Mundial fue la mayor amenaza de todas para esta ciudad. De eso estaba consciente Gerhard Wolf, cónsul de Alemania en Florencia durante el conflicto bélico. El diplomático germano, formado en colegios humanistas, puso manos a la obra durante las noches, auxiliando a llevar la colección de las Uffizi a lugares seguros. Además, convenció al Tercer Reich, que se frotaba las manos cuando le hablaban de arte, siempre dispuesto a hacerse de magníficas piezas, para evitar el bombardeo del Ponte Vecchio con el argumento de que por ahí no pasaba maquinaria pesada, sino que servía solamente a los peatones.

Wolf fue obligado a adherirse al Partido Nazi en 1939, acorralado como muchos de sus compatriotas, temerosos de la humillación y la cárcel. Buscó compensar esa condición en Florencia, cuando prestó sus servicios de 1940 a 1944, en un papel doble. Por un lado, como representante de un régimen siniestro. Por el otro, con influencia para hacer el bien según sus principios. En los meses de la ocupación alemana jugó un peligroso, pero decidido papel al condonar a los perseguidos políticos, arrebatándoselos a los funcionarios fascistas italianos, y falsificó documentos para la población judía. 

En 1955, en señal de gratitud, le dieron el sobrenombre de El cónsul de Florencia, además de la ciudadanía honoraria. Wolf murió en 1971. Desde 2007 una placa que da cuenta de sus gestas figura abajo del corredor Vasariano, en la terraza panorámica del Ponte Vecchio, frente al monumento que honra al escultor Benvenuto Cellini, donde los enamorados colocan candados cerrados con sus iniciales, tradición que obliga a las autoridades a romperlos debido a la seguridad de la estructura del propio puente cuyo salvamento se debe a un buen alemán.

 

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