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Puentes para la educación, un amor desinteresado

Fernando Islas

Fernando Islas

 

“La capital de Brasil es Río de Janeiro y la de Sonora es Sonora”, me respondió hace algún tiempo un muchacho que hacía sus prácticas profesionales en este diario. Casi me fui de espaldas. Otro más, cuando le editaba un texto y le pregunté, con ironía, si no solía usar las preposiciones, me respondió: “Pues no, no mucho”. Y otro, a propósito de los Super Bowl 52, 53, 54… pues, sencillamente, no sabía cómo escribirlos en números romanos, no obstante que a lo largo de cada temporada de la NFL hay una identidad del partido por el campeonato del futbol americano profesional con ese sistema de numeración.

Ni geografía ni nada. Tiene razón el Presidente cuando señala que los jóvenes poco saben de las fechas de nuestra historia patria, días de descanso obligatorios, según nuestras leyes, y por los que desde 2006 se establecieron los famosos fines de semana largos, con el propósito de evitar los puentes, ganar en productividad y fomentar pequeñas vacaciones en beneficio del turismo. Empero, la educación se mama, aunque los centros de enseñanza juegan o deberían jugar un papel clave en el ámbito formativo.

Nadie es infalible, pero la cultura general, esa que se aprende siempre entre paréntesis, quedó empantanada en el sistema educativo, lo que no deja de ser una ironía en tiempos en que los empleadores requieren títulos universitarios.

Hay cosas que se aprenden y se olvidan. Las ecuaciones de primer grado o el cruce de valencias, por ejemplo. Gente talentosa les da un repaso y se le refresca la memoria, pero hay quienes siempre estuvieron negados para las matemáticas o la química. Lo lamentable, en todo caso, es que haya “licenciados” que piensen que Ignacio Mariscal o Botticelli sólo son nombres de calles o que el 21 de marzo sea feriado únicamente porque empieza la primavera.

Hace años, en Montevideo, un colega entrevistó al escritor Mario Benedetti a propósito de su afición al futbol, cuyo resultado fue un bello texto de literatura al borde del área, pero uno de los directivos del diario (deportivo) en el que trabajaba le preguntó, sin bromear, si era el mismo de las pizzas. Auténtico.

El problema está abajo, desde la educación básica, pero se torna crónico en todos los ámbitos posibles. Los maestros de este país ganan poco y pertenecen a un sindicato en el que sus líderes se reparten millones. Un profesor de una universidad privada lo resumió de la siguiente manera: “Acá no podemos reprobar a los chavos porque, más que alumnos, son clientes”.

Esta anécdota, genuina, me remitió a mis clases de portugués en el Centro Cultural Brasil-México (CCBM), cuando éste se ubicaba sobre Paseo de la Reforma. Resulta que al final de uno de los cursos había un reprobado que, por un pelito, no pasó al siguiente nivel. Bueno, pues este individuo, que trabajaba en no recuerdo qué empresa (muchas firmas envían a sus empleados a estudiar la lengua de Machado de Assis por tener relaciones comerciales con gente del gigante de Sudamérica), quería convencer a la maestra para que lo pasara, pues su patrón enviaba ahí a muchos de sus trabajadores, por lo que el CCBM corría el riesgo de perder esos ingresos. Ignoro si logró su cometido, pero nunca lo volví a ver.

Eliminar los fines de semana largos no aportará gran cosa a la formación de los estudiantes. Los puentes fomentan el ausentismo laboral y escolar, aunque también son días espléndidos para las acciones clientelares. Habría que tender puentes para la educación y cruzarlos para nutrir el conocimiento. Huberto Batis, quien dedicó toda su vida adulta a dar clases y hacer periodismo, nos repetía en las aulas de la UNAM una hermosa frase de Alfonso Reyes: “Entre todos sabemos todo”. El intercambio del conocimiento, sin más interés que el de sostener una buena charla y despertar curiosidades, ha sido una poderosa arma de divulgación.

Aprender conduce a la felicidad. Enseñar también. Eso lo sabía George Steiner (1929-2020), elegante y erudito profesor, autor de una vasta obra literaria que falleció el lunes pasado en Cambridge. En alguno de sus libros anotó: “He tenido suerte con mis maestros. Lograron persuadirme de que, en la mejor de las formas, la relación maestro-alumno es una alegoría del amor desinteresado”.

 

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