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Lo desconocido

Fernando Islas

Fernando Islas

 

Las mujeres de la corte española del siglo XVII practicaban la bucarofagia con la intención de lucir un rostro de palidez extrema. Sí: consumían barro. Alguien decidió en esa época que así se alcanzaría el ideal de belleza. Hay un jarrito en Las meninas, la gran pintura de Diego Velázquez que resguarda el Museo del Prado. Al ver el cuadro uno pensaría que la infanta Margarita va a beber agua de ese jarrito, pero no; en realidad va a engullirlo “en trocitos para mantener la tersura y la blancura de la piel”, expone Estrella de Diego, la brillante historiadora del arte: “Yo no quiero pensar lo que aquello debía ser, debía ser un poco de obstrucción intestinal”, señala De Diego, quien apunta que alguna cerámica de esos enseres se hacía con tierra que “venía de México y tenían chile machacado”.

Siglos antes, Qin Shi Huang, el primer emperador de China, creador de la Gran Muralla, se obsesionó con la posibilidad de la inmortalidad, por lo que demandó buscar la fórmula para la vida eterna por todos los rincones posibles hasta que dieron con ella. Había que ingerir pequeñas dosis de mercurio. Sin embargo, Qin Shi Huang fracasó en su intento. Falleció antes de los 50 años.

Con el paso del tiempo, la ciencia se ha encargado de desmentir las creencias de diversas civilizaciones de la humanidad, aunque en el siglo XX, ni más ni menos que los médicos recomendaban fumar “para adelgazar” o “para los nervios”. Aunque fueran actores, la publicidad se encargó de mostrar a los galenos en consultorios, sacando cajetillas de los bolsillos de sus batas blancas.

El presidente López Obrador ha reiterado que no usa cubrebocas porque “no es un asunto que esté científicamente comprobado”. Con la influenza de 2009, un doctor decía que los cubrebocas resultan inútiles, pero la población lo utiliza como un “escudo” ante lo desconocido. Cuando una persona está tendida en el suelo por un desmayo o un accidente de tránsito, por ejemplo, nunca faltan los curiosos que se congregan alrededor. Tampoco falta quien solicita a toda esa gente dispersarse para “no quitarle el aire” al afectado, lo que no es cierto, pero ayuda a deshacerse de los metiches.

Los indicadores de nuestra vida democrática son claros. Los políticos, cuando se desenvuelven en la oposición o en campañas, traen la varita mágica que resolverá nuestros problemas. En ese sentido, ¿ejemplo de qué tienen que poner cuando asumen puestos de elección popular? ¿Quién se fio del hombre dicharachero y muy bruto que llegó a la presidencia (Fox)? ¿Quién del que inició una guerra (Calderón)? ¿Cuántos meten las manos al fuego por el que se mandó investigar a sí mismo por el affaire de la Casa Blanca (Peña Nieto)? ¿Quién se va a tragar las ollitas de barro que venden en los tianguis sobre ruedas para mejorar el cutis? ¿Quién va a recurrir a viejos dentistas para que les trafiquen mercurio, consumirlo y vivir para siempre?

Aunque el Presidente haga oídos sordos al uso del cubrebocas, al final del día somos los ciudadanos los que debemos atender las medidas precautorias ante el feroz ataque del covid-19.

En la nueva normalidad, en efecto, notamos gente en las calles sin el cubrebocas, pero los supermercados, los bancos o el transporte público se reservan el derecho de ingreso a quienes no cuenten con esa protección.

Ocurre que la Organización Mundial de la Salud contribuyó a la confusión. Por allá de abril, la OMS sugirió el uso de mascarillas, exclusivamente, para los enfermos o aquellos que los cuidan en casa, porque entre los ciudadanos de a pie crean “una falsa sensación de seguridad”. En realidad, la razón obedecía a otra cosa: “Nos preocupa que el uso masivo de mascarillas por parte de la población general pueda agravar la escasez para las personas que más las necesitan”, señaló el organismo.

Visto en perspectiva, hay un Dr. Gatell y un Mr. Hyde. En el péndulo de declaraciones, el cubrebocas no tiene caso, pero hay que usarlo en espacios cerrados porque la fuerza del Presidente es moral… y López Obrador usa uno al viajar en avión a Acapulco. La paráfrasis a la célebre novela de Stevenson nos recuerda que los samoanos llamaron al escritor escocés Tusitala, es decir, “contador de cuentos”. Un Tusitala en cada mañanera.

 

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