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El herrero muralista y el guía de los infiernos

Fernando Islas

Fernando Islas

La semana pasada murieron dos artistas plásticos mexicanos de primerísimo orden. Uno escultor; el otro, pintor. A Pedro Cervantes le dio un infarto el 26 de octubre. Tenía 87 años. Arturo Rivera, a los 75, sufrió durante la madrugada del 29 una hemorragia cerebral que le arrebató la vida. La cultura de este país, en todo caso, está en deuda con ambos.

Pedro Cervantes, un escultor que se decía autodidacta, aprovechó desde los años 60 autopartes y desechos industriales y, con dedicación de carrocero, oficio ya desaparecido, creó formas provenientes de la abstracción y las encaminaba a la figura. Piezas fabricadas industrialmente pasaron por su taller para ser tratadas por las manos de un orfebre, pero Cervantes igualmente generó curvas y halló huecos sobre pedazos de metal. Sugerentes torsos y cabezas de caballos fueron parte de su producción.

“La escultura es la materialización de un sueño. Hacer palpable y tangible lo que pensamos, y también es jugar con opuestos: Espacio-materia. Luz-sombra. Cóncavo-convexo”, escribió en su discurso de ingreso a la Academia de las Artes, en octubre de 2002. “Mi oficio y mi profesión son la herrería. Ésta también es un acto de fe, porque puedo creer en lo que no veo, y a veces puedo ver lo que creí. Ahora soy un herrero en la Academia de Artes...”.

Pedro Cervantes también dejó patente su condición de muralista-escultórico, como se advierte en Los cuatro puntos cardinales (1976), que se ubica en el lobby de la Torre Ejecutiva de la Secretaría de Economía, en la Condesa, o mejor dicho en el cubo de los elevadores de ese edificio, un fantástico mural de 700 metros cuadrados con pedrería de mármol, restaurado justo a tiempo para que la 4T lo recibiera en sus actas de entrega-recepción.

Pero si Cervantes logró representar sus sueños en los más diversos relieves, la obra de Arturo Rivera acaso provocara pesadillas entre los primerizos visitantes a sus exposiciones (y también en los asiduos a ellas). Niñas bonitas, mujeres bellas y hombres comunes y corrientes, casi sin atributos, se hallan en situaciones oscuras, abominables ante fetos, incisiones, órganos humanos, cráneos, huesos, sangre, insectos, serpientes, murciélagos… Rivera trastoca la realidad y sus símbolos y eso que alguna vez se llamó “buen gusto”. El maestro dejó en sus lienzos escenas tenebrosas con un realismo alucinante.

En 1995, quizás en torcido homenaje al poeta inglés William Blake (1757-1827), pintor él mismo (de quien decía su mujer: “El señor Blake no me brinda mucha compañía; pasa mucho de su tiempo en el paraíso”), Arturo Rivera presentó Bodas del cielo y del infierno, en cuyo texto de sala el siempre elocuente y elegante Eduardo Lizalde apunta que el autor de esas escenas “canta, y pinta, en los infiernos. Es nuestro Orfeo en los infiernos, que no intenta rescatar a Eurídice alguna, sino que, angélicamente pintando, busca entre las tinieblas y las furias tanto el rastro, como la grandeza y el dolor del arte clásico, sin tratar de emularlo ni imitarlo, sin renunciar a los avernos vivientes que lo envuelven a él y a sus contemporáneos”.

La versión de Rivera de La última cena (1994), un lienzo de 195x300 cm, acaso su obra más celebrada, concentra como ninguna otra sus obsesiones, a saber: la vida y la muerte, el cristianismo y la suerte de la amistad, merced a los personajes ahí retratados.

Líneas arriba mencioné que la cultura de México está en deuda con Pedro Cervantes y con Arturo Rivera. Que los tiempos poscovid-19 no impidan que les organicen sus respectivos homenajes nacionales.

 

¡FRAUDE!

Las elecciones a la presidencia de Estados Unidos tienen al planeta en vilo. Acaso el deseo global sea lanzar a Donald Trump lejos, donde ya no se escuchen sus berrinches y, sobre todo, sus mentiras. Caso contrario el de Joe Biden. El candidato demócrata se ha visto muy prudente hasta el momento. De repente es más fácil gritar “¡fraude!” que atender a la razón, y en ese sentido la mentalidad de Trump opera de manera muy básica, como escribió el periodista Paul Brandus: “Una elección fraudulenta es aquella en la que no está ganando”, y “una elección justa es aquella que está ganando”. En México tenemos mucha experiencia cuando se nos refieren esas dos frases.

 

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