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De festejos y odios

Federico Reyes Heroles

Federico Reyes Heroles

Sextante

Gritos, euforia, trago, banderas por todas partes. ¡Viva México!, viva; ¡viiiva México!, viva. Pero, cómo se quiere a un país, cómo se demuestra esa querencia. Hay algo bastante esquizofrénico en el comportamiento de los mexicanos.

El cumpleaños de la Independencia sirve para un acto de fusión de la masa, como diría Elias Canetti. Se abre un paréntesis, somos uno y ese uno actúa con una dinámica diferente a la de los individuos. Pocos, muy pocos, son los que realmente conocen las gestas heroicas. Esa euforia oculta al otro mexicano, al que se han referido Ramos, Paz, Fuentes. Terminada la fiesta, al cerrarse el paréntesis, regresamos a la realidad. El peor enemigo del mexicano es el mexicano. La vida cotidiana nos retrata.

De acuerdo con la Encuesta Mundial de Valores, el respeto interpersonal en México es muy bajo. Los mexicanos no respetan a los mexicanos, por eso muchos se mofan de las hileras, por eso los automovilistas avasallan a sus congéneres, por eso no se respetan las normas. Los mexicanos no hemos hecho nuestro el valor de la norma como la mejor fórmula de convivencia. Seguimos en el nivel básico, en el cual sólo se respeta la norma si violarla trae consecuencias. Se suman así dos males: el mexicano no defiende la norma como algo esencial para la convivencia y la impunidad es la regla. ¿Para qué respetar la norma? Estamos en el peor de los mundos, o en el paraíso de la barbarie, donde cada quien sólo vela por sus intereses. La selva de la cual nos quería librar Hobbes. El viva México oculta el verdadero desprecio de los mexicanos hacia legalidad que nos hemos dado, la que hemos venido construyendo desde hace dos siglos, imperfecta, pero perfectible. El viva México con la garganta exultante no cuadra con la capacidad destructora del entorno que los mexicanos muestran todos los días, ríos y playas como basureros, tala clandestina de bosques y selvas, depredación de nuestra flora y fauna.

La idea de unidad que aparece cada 15 de septiembre poco tiene que ver con la misoginia galopante, con la violencia contra mujeres y niños, con el racismo y desprecio hacia lo indígena, con las decenas de miles de muertos anuales, con la trata y tráfico de seres humanos que crece. Pero, eso sí, curiosamente, nos sentimos muy orgullosos de nuestro país (en promedio, 91%, El Financiero, 13/IX/2019), cuando, en realidad, hay una larga lista de motivos para avergonzarse. Ésa es la pradera reseca de los sentimientos encontrados de los mexicanos sobre la cual ahora cae desde el poder un discurso de división, de enfrentamiento, de rencor que puede enervar aún más los enconos.

Todo lo que viene del pasado está condenado, va en paquete. No hay logros que defender, lo cual no cuadra con la decimoquinta potencia económica del mundo o la décima potencia exportadora, no cuadra con la urbanización que ha permitido la aparición masiva de clases medias, no cuadra con la notable reducción de escaseces como el agua, el drenaje, la electricidad o la calidad y equipamiento de los hogares. En lugar de sosegar las aguas, de aminorar los odios y animadversiones existentes entre los mexicanos, en lugar de fomentar con las palabras una lectura justa de nuestra historia reciente, con sus problemas evidentes de corrupción y violencia, pero también de avances innegables, ahora se exacerba la lectura de odios hacia la mafia, los enemigos, los adversarios, los canallas, los señoritingos, los títeres, los peleles, los “puchos”, las ternuritas, los aprendices de mafiosos, los “pirrurris”, los fresas, los fifís, etcétera. México ya tiene suficientes odios en su haber, no necesitamos nuevos. Inyectar odio siempre trae consecuencias nefastas. Al contrario, necesitamos aminorar los existentes con acciones que generen mayor igualdad, que disminuyan la impunidad y, a la vez, cultivando una cultura de la legalidad que tiene en el poder al primer referente. No violar la ley desde el poder y respetar a los jueces es obligado.

Menos odios y más legalidad.

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