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Protestas sociales, también en Líbano

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

A la oleada de indignadas manifestaciones de descontento popular que recorre al mundo, se ha sumado, también, en estos días, la de la población libanesa que ha tomado las calles espontánea y masivamente a raíz del detonante que significó la pretensión del gobierno de gravar las llamadas de WhatsApp. A partir de ahí, igual que como sucedió con el caso chileno donde la elevación del costo del transporte popular fue la mecha que encendió la ira del pueblo, en Líbano el anuncio del gravamen hizo estallar la desesperación derivada de una situación económica crítica generalizada para la cual, el gobierno de unidad nacional que gobierna en el País de los Cedros desde principios de año no ha ofrecido respuesta, sino todo lo contrario. Las quejas son ya conocidas: profunda corrupción en las élites gobernantes sin importar su identidad sectaria, desempleo galopante que, sobre todo, afecta a la juventud, deterioro creciente de las condiciones de vida generales, bancarrota nacional en puerta reflejada en su gigantesca deuda externa de 85 mil millones de dólares, lo mismo que en la degradación extrema de la confianza crediticia expresada por calificadoras como Fitch.

El empeoramiento de la situación contiene en estos momentos elementos adicionales. Como consecuencia de la guerra civil en la vecina Siria, Líbano ha recibido, en un lapso relativamente corto, 1.5 millones de refugiados, los cuales sumados a los cerca de 175 mil refugiados palestinos, que desde hace décadas se encuentran ahí sin derechos ciudadanos plenos, constituyen un 25% de la población total libanesa, viviendo en condiciones de irregularidad. Y por supuesto afecta también la profunda disfuncionalidad del gobierno de unidad el cual abarca a una variedad de sectores étnicos, políticos y religiosos cuyos objetivos e intereses son casi siempre contradictorios y aun antagónicos, con la consecuente parálisis en muchos de los procesos de toma de decisiones.

Ante la extensión de las protestas a lo largo y ancho del país con la participación de centenares de miles de manifestantes ondeando banderas, exhortando a una huelga general y coreando consignas elocuentes de sus exigencias de una vida más digna, el lunes pasado, el primer ministro Saad Hariri anunció un paquete de reformas económicas que tuvieron el efecto de “muy poco y demasiado tarde”. El patriarca maronita Bechara Boutros Al-Rai, en una declaración conjunta con otros líderes religiosos, expresó que, aunque las medidas anunciadas por Hariri “constituían un paso positivo”, existía la necesidad de una reconstitución del gobierno para sustituir a muchos de los actuales ministros por tecnócratas experimentados. Pero hay el fundado temor de que una renuncia en masa del gabinete pudiera crear un vacío de poder repentino en el que la anarquía se desataría inevitablemente.

Es revelador la profundidad de la crisis que, incluso, miembros selectos de la élite militar comparten la protesta en las calles. Por ejemplo, el general de brigada Sami Rammah, miembro del Movimiento de Militares Retirados, ha planteado su inconformidad con los recortes de salarios y beneficios que han golpeado a su gremio. Él mismo se ha ofrecido para darle al actual movimiento de protesta una estructura organizativa capaz de avanzar más eficientemente en el logro de sus objetivos.

Líbano es un país cuyos conflictos internos han sido fruto casi siempre de confrontaciones de carácter sectario. Cristianos, musulmanes sunnitas, drusos, musulmanes chiitas, militantes del Hezbolá y palestinos, todos ellos a su vez subdivididos en corrientes diversas, son parte del complejo mosaico nacional. En ese contexto, sus divergentes intereses y lealtades han sido el caldo de cultivo para guerras civiles como la que se vivió entre 1975 y 1990 cuando el país quedó devastado. Sin embargo, las protestas actuales, cuando menos hasta este momento, conjuntan a libaneses de todas las identidades particulares arriba mencionadas, registrándose en las plazas públicas una inédita unidad ciudadana. Los reclamos han sido dirigidos indistintamente tanto al presidente cristiano Michel Aoun, como al primer ministro Saad Hariri, quien es sunnita, al vocero chiita del parlamento Nabih Berri, y a los diversos representantes drusos y del Hezbolá que forman parte del gobierno.

El desafío para el gobierno actual es así, mayúsculo. Los planes de reestructuración presentados por el gobierno en funciones no parecen tener viabilidad ni tampoco se muestran capaces de dar respuesta a los problemas y a las demandas populares. Asoman así, ominosamente, la violencia y la anarquía. A menos que una muy generosa ayuda económica llegue de Occidente o de los ricos países árabes del Golfo como tabla de salvación.

 

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