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El insulto: un pedazo de Líbano visto a través del cine

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

Pero más allá de su impecable factura y del profesional trabajo de su elenco artístico, la película constituye una pincelada por demás reveladora de la adolorida historia de Líbano, país desangrado una y otra vez por efecto de disputas interminables entre etnias, religiones y facciones políticas, manipuladas a su vez en innumerables ocasiones, por intereses externos.

La trama parece ser sencilla. Un insulto personal, producto de un enfrentamiento bastante trivial entre un palestino y un cristiano, junto con la exigencia de una disculpa que no se concreta, van jalando el hilo de los acontecimientos hasta cobrar la reyerta dimensiones extraordinarias. Las cosas se van saliendo de control, las agresiones crecen, el asunto llega a los tribunales y contagia a sectores nutridos de partidarios que comparten los mismos prejuicios religiosos y étnicos que anidan en la sique de los dos protagonistas principales de la historia. Y en escenas que se van alternando, los espectadores vamos percibiendo no sólo la violencia que reside detrás de ese aparentemente banal drama, sino también la manera desesperante en que un cerillo y una gota de gasolina —un insulto proferido en un momento de ira y una disculpa que se niega por orgullo a salir de los labios del ofensor— son capaces de incendiar y destruir pueblos enteros.

Pero también destacan muchos otros ángulos. El palestino muestra poco a poco las raíces de esa fragilidad suya, impresa en su ser al haber vivido con el estatus de refugiado desde siempre, al sufrir repudio desde distintos frentes y no contar con un suelo que le sea verdaderamente propio, desde donde pueda extraer la dignidad para confrontar en términos de igualdad a su contraparte que lo hostiga. Residen en él una cierta timidez y una sensación de desventaja que, sin embargo, no son suficientes como para doblegarlo totalmente ante las demandas de su rival. Por su parte, el cristiano, quien en su carácter de ciudadano libanés cabal tiene de su lado a las instituciones oficiales, no ceja en su objetivo de ser compensado por la agresión verbal sufrida. Y ese empecinamiento suyo, que parece desmedido, sólo se llega a comprender cuando aparece su trasfondo histórico: Él también ha sido un doliente, un perseguido y acosado durante la infancia, cuando en medio de la guerra civil libanesa, que duró quince largos años, de 1975 a 1990, su aldea natal, Damour, fue atacada en enero de 1976 por la guerrilla de la OLP, sus habitantes masacrados inclementemente y expulsados de ahí los sobrevivientes. Y es entonces, cerca del final de la película, que nos enteramos de que ese terco cristiano fue uno de esos exiliados durante aquel sangriento episodio, luego de presenciar desde su horrorizada mirada infantil el asesinato de sus parientes y vecinos.

El maniqueísmo del blanco y negro, del inocente y el culpable, queda así puesto en tela de juicio a medida que la película va avanzando. Sutilmente, va perfilándose el carácter compartido del sufrimiento, del odio y del resentimiento que no son monopolio de nadie, sino acompañantes de todos en diferentes momentos. Y lo que bien podría ser el mensaje final de la película es que las cicatrices envenenadas, ciertamente, perduran, amargan la vida y se convierten en caparazones atiborrados de prejuicios que perpetúan los odios y obligan, además, a estar siempre a la defensiva. A menos que, como en el filme, se den esos milagrosos episodios de interacción y diálogo catártico entre quienes han sido enemigos irreconciliables, única manera quizá de llegar a reconocer que las heridas y las razones del rival tienen tanta verdad y tanta legitimidad como las propias.

 

Especialista en asuntos de Oriente Medio

opinionexcelsior@gimm.com.mx

 

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