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La protesta judía contra Trump

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

Ha sido una constante en la población judía de Estados Unidos, integrada por cerca de 5.5 millones de personas, votar mayoritariamente por el partido demócrata en las elecciones nacionales. En los comicios de noviembre pasado esa tradición no se rompió, sino que se mantuvo. No obstante, es un hecho también que cuando la Presidencia ha quedado en manos del Partido Republicano, las relaciones entre el poder gubernamental y los judíos como comunidad han sido cordiales y respetuosas. Pero con Trump en la Presidencia las cosas están cambiando. Su inclinación inocultable a ceder legitimidad a corrientes racistas, xenófobas, nativistas y antisemitas no se ha apaciguado sino todo lo contrario, en tanto que su base dura de apoyo ahí se ubica. Así, cada vez que sufre un tropiezo en el avance de su agenda —y eso sucede con mucha frecuencia— se ve en la necesidad de reforzar su relación con esa base, y para ello recurre a los clichés que entusiasman a sus leales seguidores y sirven para mantenerlos ligados a él. Tal fue el caso de su vergonzoso discurso en Phoenix el martes pasado, discurso que con gestualidad mussoliniana, tenía por objeto, entre otros, reforzar su popularidad entre el tipo de público que lo llevó al poder.

Es así que, para la gran mayoría de los judíos norteamericanos, el verdadero rostro de Trump ha quedado al descubierto. Sobre todo con su comportamiento a raíz de los desafortunados eventos en Charlottesville. De ahí que tres organizaciones que en conjunto representan a cerca de 80% de los judíos de EU han reaccionado mediante un anuncio que expresa su reprobación al Presidente. En efecto, el nutrido grupo de rabinos dirigentes de las corrientes religiosas judías Reformista, Conservadora y Reconstruccionista han decidido romper con la tradición anual de realizar una llamada vía conferencia con el Presidente en las vísperas del año nuevo judío. Esas llamadas duraban por lo general una hora y en ellas se trataban asuntos diversos relacionados con la política exterior en Oriente Medio, y cuestiones locales referentes a refugiados y justicia social.

Textualmente la declaración fue como sigue: “Hemos concluido que las expresiones del presidente Trump durante y después de los trágicos eventos de Charlottesville son tan carentes de liderazgo moral y empatía por las víctimas del odio racial y religioso, que no podemos organizar esa llamada este año. Las palabras del Presidente han dado aliento a quienes promueven antisemitismo, racismo y xenofobia. La responsabilidad por la violencia, incluida la muerte de Heather Heyer, no recae en muchos lados, sino en uno solo: los nazis, la Alt-Right y los supremacistas blancos que trajeron su odio a una comunidad pacífica. Ellos deben ser condenados en todos los niveles”.

Habrá que ver las repercusiones de esta decisión a la que, sin duda, se sumará de ahora en adelante la indignación de muchos otros grupos afrentados por el reciente indulto al tristemente famoso sheriff Joe Arpaio, emblema del odio y persecución a hispanos. Este perdón no sólo es una muestra más del racismo que anida en el alma de Trump, sino también de algo igualmente peligroso: su ruptura del Estado de derecho implicada en su acción de usar su poder presidencial para brincarse al poder judicial de su país en función de su particular agenda en la que, por cierto, han cabido los servicios de gente identificada con ese nativismo y supremacismo blanco que, por lo visto, ha recibido de Trump la oportunidad de salir de las coladeras.

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