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La globalización emocional

Columnista Invitado Nacional

Columnista Invitado Nacional

Por Fernando Islas*

 

Con las semifinales del Mundial de Rusia 2018 en puerta, el futbol ha dado una nueva lección en tiempos en que la migración ocupa un sitio relevante en las agitadas agendas políticas. Sucede que los equipos nacionales de Bélgica, Francia e Inglaterra están integrados por jugadores de origen diverso.

El caso de Francia es notable. Diecinueve de sus 23 convocados a Rusia 2018 provienen de la migración. El abuelo de Antoine Griezmann fue un defensa portugués que jugó en el Paços de Ferreira. El padre de Paul Pogba emigró de Guinea y su madre, del Congo. De Argelia es la madre de Kylian Mbappé, quien con 19 años está llamado a dominar cualquier cancha durante la siguiente década, y su padre, de Camerún. Completan este retablo galo jugadores de origen filipino, haitiano, marroquí, et al. Esta Francia hereda la voluntad del equipo campeón del Mundial de 1998, liderado por Zinedine Zidane, de ascendencia argelina.

Similar situación vive Bélgica, en cuyo territorio se habla flamenco, francés y alemán. Los orígenes de Romelu Lukaku y Vincent Kompany están en el Congo; los de Marouane Fellaini y Nacer Chadli, en Marruecos. Dicen los expertos en futbol que el problema de Inglaterra en los mundiales es que hay demasiados extranjeros en la Liga Premier, pero ahora está entre los cuatro mejores desde la Copa del Mundo de Italia 1990, gracias a un equipo multicultural, cuya diversidad es el punto de unión, justo cuando el Brexit está en curso.

En un artículo para The Players’ Tribune, Raheem Sterling, quien nació en Kingston, recordó que cuando tenía dos años, su padre fue asesinado. “Eso moldeó mi vida. No mucho después de ese hecho, mi madre tomó la decisión de dejarnos a mi hermana y a mí en Jamaica y partir a Inglaterra para que pudiera obtener su título y darnos una vida mejor”.

Y sí. Estos muchachos que defienden los colores de Bélgica, Francia e Inglaterra representan a familias enteras que han emigrado por la simple y legítima razón de que quieren ver a sus hijos crecer en un ambiente adecuado. “Inglaterra sigue siendo un lugar donde un niño travieso que viene de la nada puede vivir su sueño”, escribió Sterling.

Es curiosa la manera en que el futbol ha hecho a un lado los nacionalismos para dar paso a una “globalización emocional” (Simon Kuper, Futbol contra el enemigo, 2012)

Sin embargo, experimentar estas sensaciones costó lágrimas en otros tiempos, otros ámbitos. Está el caso del brasileño Arthur Friedenreich, mulato de ojos verdes, hijo de un ingeniero alemán y de una lavandera negra, quien al tiempo de perforar cientos de veces las vallas de los porteros rivales, tuvo que tumbar prejuicios, pues llegó a sufrir del racismo presidencial de Epitácio Pessoa, quien en 1921 decidió que la selección de Brasil no podía convocar a ningún negro a sus filas (Alfredo Relaño, El futbol contado con sencillez, 2001). Por lo demás, como es conocido, el juego ha servido para hacer la guerra y mantener dictadores en el poder.

Pero volviendo a los Fellaini, a los Mbappé o a los Sterling, advertimos que estos chicos tienen las llaves de la integración. Camino a las dos décadas de iniciado el tercer milenio, el futbol no es la guerra por otros medios. Es la paz en un rectángulo. Una manera de forjar amistades y comunidades.

Cuando Eduardo Galeano le dedicó su clásico El futbol a sol y sombra (1995) a unos niños que se le cruzaron, y que venían de jugar futbol cantando: “Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”, acaso también puso a prueba nuestra capacidad para disfrutar del triunfo y reconocer cuando el resultado es adverso. Porque a final de cuentas, el futbol es algo mucho más importante que todos los accesorios que lo rodean. Es un juego para hacer amigos.

 

Periodista

fernando.islas@gimm.com.mx

 

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