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Le has gritado a tu padre

Columnista invitado Global

Columnista invitado Global

Mauricio Hernández Cervantes

Periodista

Twitter: @mauhercer1

 

El tiempo es la ventana abierta que se lleva el vapor aferrado al espejo en el que todas las mañanas lavamos un poco más nuestros dolores escondidos.

Y así, mirándote a ti mismo frente a ese reflejo húmedo, y tragando de nuevo aquella lágrima que lleva años prendida de tu voz, te das cuenta de que le has gritado a tu padre. Sí, te miras, te sientes y reconoces que lo has hecho porque te ha invadido un miedo hasta ahora desconocido. Ha llegado el día en el que te has quedado desnudo frente a ti: con cada arruga que dibuja tu presente, con cada gesto que cubre tu orgullo. Sí, ha llegado ese día y has bajado la guardia —tu guardia—. Y te has dado cuenta de que le has gritado a tu padre.

Ahora sabes lo que él sentía cuando eras un chico: el miedo lo desbordaba como ahora te desborda a ti. La sola idea de que algo te pudiese pasar lo mataba: exactamente como hoy a ti la más ínfima sospecha de que él se pueda convertir en una cifra negra más de esta pandemia te quiebra las rodillas, te hiela el alma.

Y así, mirándote frente a ese espejo en el que todas las mañanas te escondes detrás del vaho, te das cuenta de que tus gritos ya no son de rabia, sino de amor. De uno de los más grandes que has conocido. Amor a tus padres. Hablamos del amor a la ilusión de poder abrazarlos de nuevo, sin la culpa de no saber si los has podido contagiar con el bicho hooligan de nuestros tiempos. Hablamos de un amor que mata al tiempo en días en los que la frase “cuando todo esto pase” se alarga tanto. Por supuesto, un amor que ya no es juvenil. Le has gritado a tu padre y no ha sido un berrinche. Lo miraste a los ojos, masticaste una lágrima y le dijiste: “si te pasa algo, si me dejas solo en este mundo, no sabré cómo levantarme”. Y lo hiciste por amor.

Ayer saliste a la calle y viste a unos con mascarilla. También (otros tantos) sin ella. Escuchaste “¿para qué cuidarme, si tarde o temprano todos terminaremos enfermando?”. Y de quien menos lo esperabas, “di positivo, pero me siento bien”. Además, entraste al supermercado y te sentiste seguro durante varios minutos; una hora, quizá. Pero saliste y el miedo se acercó a ti pidiéndote una moneda, ofreciéndote una promoción o rogándote una firma para una ONG. Viste a tu temor más profundo haciendo acrobacias en un semáforo para ganarse unas monedas. Todo eso pasó mientras un hombre escupía en la acera y otro tosía en la calle sin taparse la boca.

Le gritaste a tu padre por amor, pero también por temor. Le gritaste y, por primera vez, quisiste no haber tenido la razón. Hubieses dado tanto por no tenerla. Le gritaste, lo regañaste, le exigiste que se cuide, que entienda que ya no lo puede todo. Te partiste por dentro echándole a la cara a tu ídolo que ya no es invencible ni indestructible (algo que en el fondo te cuesta demasiado creer). Le gritaste a los ojos por miedo: uno que, días más tarde, se concretará en la llamada que por primera vez le rompió la voz a tu madre.

“Pues ya. Tu tío falleció hace unas horas”.

Tenías razón, el bicho está más cerca de lo que cualquiera hubiese querido.

Y hoy estás frente al espejo después de un largo baño. El vapor apenas te calienta. Tu cuerpo se comporta como si nada hubiese pasado, pero pronto vendrá el insomnio, y una lágrima en soledad, tras las llamadas protocolarias de condolencias, sembrará el dolor en tu rostro. Y poco a poco comenzarás a darte cuenta de que eres, igual que el resto, tan vulnerable cuando te falta un afecto tan cercano.

Abres la ventana para que el agua condensada se una con las nubes que cubren de luto al otoño madrileño. Miras al cielo y te das cuenta de que a 10 mil kilómetros de amor aún resuena en tu cabeza el momento en el que hace unos días en la Ciudad de México le gritaste a tu padre. Y te das cuenta de que tal cosa como “la libertad individual” ya es una especie en extinción: otra de las tantas durísimas lecciones que nos ha dejado la pandemia.

La ventana del baño se ha quedado abierta, pero el vapor y el amor se han quedado en el espejo: el primero, frente a ti, desdibujando tu rostro; el segundo, guardado tu corazón, y fijo al otro lado del reflejo.

 

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