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¿Por quién doblan las campanas?

Cecilia Soto

Cecilia Soto

Con este título desobedezco el mandato del poeta inglés John Donne (1572-1631), quien plantea que si preguntas por quién tañen las campanas —o ululan las ambulancias— quizás has perdido algo de humanidad. En sus Devociones sobre ocasiones inesperadas, Donne introduce en su Meditación XVII las líneas que inspiraron el famoso Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway:

“La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy uno con la humanidad. Por tanto, nunca mandes preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

Pero pregunto porque la suma al parecer inacabable de muertes —¿doscientas mil, trescientos mil?— no termina de conmover a los responsables del manejo de la pandemia. Pedir un acto de contrición y dolor como el de Boris Johnson al asumir la responsabilidad por los más de 100 muertos ingleses sería esperar demasiado. Tampoco creo que la prioridad sea un cambio de estrategia; la prioridad es algo que está antes de la elección de una estrategia: el proceso de toma de decisiones. Ante el sufrimiento indecible de cientos de miles de familias mexicanas, sufrimiento que pudo haber afectado a menos compatriotas, debe cambiarse el cómo se toman las decisiones respecto al manejo de la pandemia. Los artículos 4to y 73 de la Constitución establecen un esquema concurrente entre Federación y entidades federativas en materia de salud. Este esquema colaborativo se concreta en la participación de los representantes de los estados en el Consejo de Salubridad General, que no se ha convocado. La participación de los estados no puede limitarse a las conferencias virtuales semanales con los gobernadores/as de la Conago.

El Presidente decide sin que las leyes le den la atribución de decidir por sí solo en materia de salud. Decide la integración farragosa e inútil de los servidores de la nación, con intenciones claramente electorales, en las brigadas de vacunación, cuando la Ley General de Salud y el Plan Nacional de Vacunación enfatizan la colaboración de estados y Federación, sin la presencia operativa de este tipo de funcionarios. Décadas de experiencia y triunfos al erradicar enfermedades como la viruela y la polio gracias a campañas de vacunación se echan por la borda. El Presidente también decide que se vacunará primero a los adultos mayores de zonas alejadas, contradiciendo toda lógica del comportamiento que siguen los contagios, según la evidencia científica nacional e internacional. No cuestiono la capacidad sobrada o escasa del primer mandatario en el manejo de la pandemia. Lo que planteo es que la peor crisis en 100 años, en un país con casi 130 millones de habitantes, diverso y complejo, con contrastes geográficos, climáticos, económicos y especialmente sociales, las decisiones solitarias son una apuesta suicida.

Además de los cientos de miles de muertos —y los que faltan—, decisiones y omisiones cuya responsabilidad recae en Palacio Nacional resultaron también en la caída del PIB en 8.5%, con cifras desestacionalizadas (2020 fue un año bisiesto con un día extra). El argumento es que fue resultado exclusivo de la pandemia. Ciertamente, la pandemia tiene mucha responsabilidad, pero no toda: otros países hicieron mucho más por evitar los peores efectos de ésta.

En realidad, la cifra de la caída del PIB nos dice poco de los brutales efectos de la pandemia. La inflación fue más alta para los mexicanos en pobreza extrema. Si la inflación en México fue de 3.15%, la inflación en la canasta alimentaria de los pobres extremos urbanos, según el Coneval, fue de 4.2% y la rural de 5.2 por ciento. Cientos de miles de niños no pudieron seguir las clases virtuales por falta de equipos y conectividad y otros miles no se inscribieron. Y millones están en el desempleo.

Los programas sociales no atienden las disrupciones causadas por el confinamiento. Ya estaban. Los adultos mayores ya los recibían. Los estudiantes y jóvenes aprendices ya los recibían. Las madres ya los recibían. Se hacen pequeñas modificaciones, se juntan dos meses en uno, pero no resuelven los nuevos desempleados, las empresas a punto de quebrar, las rentas impagables, etcétera.

Las prioridades están de cabeza en este gobierno. La magnitud de la crisis obliga a ponerlas en su lugar: antes que nada, fortalecer el sistema de salud, un ingreso básico para quizá la mitad de la población concentrada en las regiones de mayor pobreza y medidas fiscales emergentes para estimular el crecimiento de la economía y, por tanto, la recuperación del empleo, en condiciones compatibles con la gravedad de la epidemia. Trenes, refinerías y aeropuertos pueden esperar.

Y de la parte de los ciudadanos comprometernos a una conducta ejemplar en materia de prevención de contagios. No es sólo que la muerte se acerque y ya más y más mexicanos tengamos a alguien a quien llorar; es que, como escribió John Donne hace casi 400 años, “la muerte de cualquier ser humano nos disminuye”.

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