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La venganza mitocondrial

Cecilia Soto

Cecilia Soto

Al recordar a su madre, recién fallecida, una querida amiga recordaba un reclamo suyo: “¿Por qué no usas tu segundo apellido? Al hacerlo me niegas”. A partir de ese momento decidió que ya no sería Laura Ballesteros, sino Laura Ballesteros Mancilla. Un diapasón vibró dentro de mí. Por comodidad, por ahorro, por eficiencia mediática, desde hace tiempo soy Cecilia Soto. Los cálculos políticos influyeron: una barda pintada con sólo un apellido resultaba más barata. Menos información: más fácil de recordar. También por ahorrar, pero, sobre todo, por temor al insulto, abreviaba el cargo al que aspiraba: “Cecilia Soto, candidata a Dip. Federal”. Pintar con todas sus letras “diputada” resultaría, con toda seguridad, en la mutilación de la primera y última sílabas para quedar en “puta”. Ya se ha dicho hasta el cansancio cómo la discriminación hacia las mujeres contamina los significados en el idioma. “Mujer pública” igual a prostituta. “Hombre público”, señor con graves e importantes responsabilidades.

Las mujeres vamos normalizando las pequeñas y grandes agresiones. Como un camino en el que ya sabemos que hay que zigzaguear para poder llegar a una meta. También ellos enfrentan obstáculos. Pero ahora me concentro en los nuestros.

Me llamo Cecilia Soto González Durazo Domínguez Martínez Moreno González García. Soto por mi padre. González por el apellido paterno de mi madre. Durazo por el apellido materno de mi padre. Domínguez por el apellido materno de mi madre. Pero el apellido materno de mi padre en realidad es el apellido paterno de su madre. Y Domínguez en realidad es el apellido paterno de mi abuela materna. Y si aplicamos la regla de cómo se ordenan los apellidos, por ejemplo, para incluir ocho de ellos, siempre se trata del primer apellido de los abuelos paternos y maternos y de los bisabuelos por ambas partes, que siempre son, por ser los primeros apellidos, los del padre.

Tanto en España como en la Ciudad de México y algunos otros pocos municipios de nuestro país ahora es posible que los progenitores de un bebé escojan un orden distinto de los apellidos. Por ejemplo, dándole primacía al materno… que en realidad es el apellido paterno de la madre. Y así, pasando por los tatarabuelos y tatarabuelas y los choznos y lo que siga. Simplemente, las madres no tenemos nombres que no sean los de origen paterno. Por lo menos en nuestra cultura latina. Ya sabemos que en Estados Unidos (y en Brasil) se antepone el apellido materno al paterno para luego reducirlo a una simple inicial. Un ejemplo muy recordado es el de John Fitzgerald Kennedy, al que recordamos como John F. Kennedy. Claro, el apellido materno, Fitzgerald, es en realidad el paterno de su madre. Éste no es el caso en muchas culturas originarias tribales en las que el “apellido” es el nombre común de la tribu o de la localidad.

Cómo se evolucionó de ser conocido por el lugar donde se moraba, por la actividad a la que se dedicaba o por el nombre propio del padre, nos lo explicarán los expertos en patronímica, pero sin duda pesan las comprensibles ansias del padre porque se reconozca su aportación genética en su descendencia. De la madre rara vez se duda, pues existe la evidencia del parto. Pero del padre… ¡ahh, cuánta literatura, tragedias, novelas, libretos teatrales y de ópera se han escrito por las sorpresas de una paternidad insospechada o sorpresiva! Afortunadamente tardamos siglos en descubrir la técnica del DNA, si no nos hubiéramos perdido desde la tragedia de Edipo, pasando por Luisa Miller, de Federico Schiller, hasta llegar a las sorpresas capaces de provocar un síncope en El derecho de nacer.

La naturaleza, siempre más sabia que las sociedades que la habitan, compensa a las mujeres con el genoma mitocondrial o ADN (DNA) mitocondrial. Hasta antes de este descubrimiento se pensaba que la herencia genética provenía exclusivamente del material genético en los núcleos del óvulo y del espermatozoide. Pero en 1963, gracias al microscopio electrónico, se descubrió que ciertos elementos fuera del núcleo de la célula, los organelos, específicamente las mitocondrias, contenían también ADN (DNA). El ADN mitocondrial se hereda exclusivamente por la vía materna. Cuando un óvulo es penetrado por un espermatozoide, éste pierde su ADN mitocondrial y en el cigoto sólo permanece el que aporta el óvulo. El descubrimiento del genoma mitocondrial permite rastrear, siempre por la vía matrilineal, el origen milenario de civilizaciones y dio lugar a la hipótesis de la Eva mitocondrial o madre común de nuestra especie, con origen en algún lugar de África, aproximadamente hace poco menos de 200 mil años.

No hay apellidos realmente maternos, por lo menos en nuestra cultura. Pero cada niña que nace, cada muchachita promesa de mil maravillas, lleva el mensaje de la Eva milenaria y la esperanza del futuro. Con qué cuidado hay que educarlas, amarlas y protegerlas de una cultura que asimila la violencia y la discriminación como algo aceptable.

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