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Más sobre la educación en América Latina

Carlos Ornelas

Carlos Ornelas

En la historia de la creación y consolidación de los sistemas educativos nacionales a lo largo del siglo XIX se encuentran piezas discursivas y razonamientos de que la educación sería la fuerza motriz para que los habitantes de América Latina fueran sujetos cultos, virtuosos, buenos ciudadanos, amantes de la paz, la concordia y la solidaridad internacional, así como trabajadores responsables y productivos al máximo de su potencial. La palabra calidad no aparecía en aquellos discursos, pero se hacía referencia a una buena educación. Guerras civiles, dictaduras, inestabilidad política, gobiernos legítimos, aunque débiles y ausencia de visión de largo plazo de los gobernantes, hicieron fracasar aquella esperanza o nunca la tuvieron en sus perspectivas políticas. En lugar de que rindiera los frutos esperados, los sistemas educativos de los países de Latinoamérica —salvo pocas excepciones— en la segunda década del siglo XXI se caracterizan por una educación de baja calidad, donde los niños no aprenden con suficiencia lo que se supone que deben aprender de acuerdo con los fines de la educación.

Ciertas explicaciones contemporáneas asientan que los gobiernos se dedicaron a ampliar la cobertura, brindar igualdad de oportunidades y a fortalecer la educación popular. Pero todos los diagnósticos indican lo opuesto. El discurso de la igualdad de oportunidades fue biombo para ocultar las desigualdades; se invertía más en la educación de las élites que en la de los segmentos populares. Los sistemas educativos de la región fallaron al no cumplir con expectativas de igualdad y equidad; por el contrario, son aparatos donde reina la inequidad y se reproducen las desigualdades entre el campo y las ciudades, entre hombres y mujeres, y entre los segmentos pobres y las clases medias, así como la segregación por raza o el color de la piel.

 

No hay explicaciones sencillas ni un solo factor que dé cuenta de cómo los sistemas educativos descuidaron la calidad y torcieron la ruta que llevaría a la igualdad de oportunidades. La falla principal de esos sistemas, según un punto de vista, es su centralismo, administración burocrática, ausencia de autonomía de regiones y escuelas. Los sistemas cerrados reprimen la participación de maestros, padres de familia y comunidades.

El peso principal de tales argumentos recaía en la pobreza de los sistemas educativos, en la falta de recursos para invertir en infraestructura, equipo y materiales y, lo más grave, los bajos salarios del magisterio. El financiamiento precario, en efecto, impide que se cumplan los fines de la educación, que crezcan las oportunidades de estudio y que se incorpore a los segmentos vulnerables a la escolaridad. La pobreza de los países y de sus sistemas educativos —además de la falta de voluntad política de los gobernantes de destinarles más recursos— son las causas principales de la exclusión social. Aún no se documenta con amplitud que, aunado a la escasez de financiamiento, los sistemas educativos de Latinoamérica no se distinguen por su uso racional, por evitar el desperdicio, precisar su destino ni definir sus prioridades con claridad.

 

Sin embargo, desde la década de los 1990, casi todos los gobiernos de la región impulsan reformas educativas cuyos propósitos explícitos son elevar la calidad e incluir a los segmentos que sufren discriminación o que se autoexcluyen. En ninguna parte el planteamiento de reforma es perfecto, pero embiste contra ciertas usos —como la privatización en Chile o la corrupción en otras partes— y no tiene un derrotero definido.

Además, la defensa de lo existente —por buenas o indecentes razones— ofrece resistencia a los cambios y buena parte de las imperfecciones apuntadas arriba persisten. ¿Por qué?

No a todo, pero en los textos que compilé y que Siglo XXI Editores acaba de publicar, Política educativa en América Latina: reformas, resistencia y persistencia, encontrará respuestas razonables y posibilidades de mejora.

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