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Estado educador y libros de texto

Carlos Ornelas

Carlos Ornelas

Parece lejano el tiempo de aquellos debates ideológicos y políticos, no exentos de planteamientos filosóficos, sobre la educación que proliferaron el siglo pasado. Desde los grandes altercados en el Congreso constituyente sobre si la educación debiese ser laica o libre, racional o espiritual, hasta la desaprobación a la Secretaría de Educación Pública por los libros de historia de los años 90.

En los primeros años de educación para las masas, con la fundación de la SEP, Vasconcelos pujaba por la educación con un enfoque cultural y civilizatorio. Luego llegaron las pugnas en torno a la educación socialista y la concepción racional y exacta del universo y de la vida social.

Para sintetizar las tendencias encontradas, germinó el proyecto de educación para la unidad nacional, liderado por Jaime Torres Bodet. En esos años, tras la Segunda Guerra Mundial surgió en Europa el concepto del Estado educador. Visto en perspectiva, las ideas englobadas en esa significación bien pudieran haber servido de hito a los forcejeos domésticos.

Si bien ya estaba sembrada en la historia la idea de que el gobierno debería tener el control de la educación pública —y laica en un sentido jacobino, anticlerical—, no había planes de estudio nacionales —sí ciertas pautas pedagógicas y recomendaciones de textos, en la ley de 1941, que unificaba la enseñanza rural y urbana—, el Estado no tenía el monopolio de la verdad, no había un “conocimiento oficial”.

En 1959, de nuevo como secretario de Educación Pública, Torres Bodet lanzó el Plan para el Mejoramiento y la Expansión de la Educación Primaria, el Plan de 11 años, con dos bases, una intelectual, la otra material. La segunda, crecimiento del sistema y construcción. La primera cristalizó en la institución de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos. El presidente López Mateos encargó su dirección a un intelectual notable, Martín Luis Guzmán.

El jueves de la semana pasada se cumplieron 60 años de aquella gesta, como la llamó alguna vez Pablo Latapí. La edición masiva de libros gratuitos para los alumnos tuvo un efecto positivo en la equidad, contribuyó para disminuir la deserción de alumnos pobres, puso en una cartilla única las directrices del plan de estudios, fue también una guía didáctica.

Sin embargo, como lo registra Soledad Loaeza (Clases medias y política en México: la querella escolar. Ciudad de México, El Colegio de México, 1988), su implantación provocó de nuevo luchas importantes de grupos conservadores de la clase media que impugnaron los libros con acritud. No tanto porque los textos incorporaran un cambio ideológico que rompiera el consenso educativo prevaleciente, sino que permitió que grupos que se sentían marginados de la política plantearan movilizaciones. Así, la querella escolar sirvió a esos sectores para avanzar reivindicaciones democráticas y objetar el principio del Estado educador. Pero, al final, fueron derrotados.

Los libros de texto, en concordancia con la reforma a los planes de estudio del gobierno de Luis Echeverría Álvarez, pasaron por innovaciones en 1973-1974. No más materias aisladas, áreas de estudio, para luego echarlas para atrás en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

Una especie de renacimiento de la querella se dio en 1992, cuando el magisterio y grupos de izquierda y de maestros criticaron los nuevos libros de historia por revisionistas. Lograron que el gobierno los abrogara.

Las innovaciones de este siglo incluyen la Enciclomedia, reprobada por muchos, más por el procedimiento y la corrupción que por su valor pedagógico.

Hoy, alejados ya de aquellas diatribas —parece que las facciones del SNTE son las principales beneficiarias del Estado educador—, la SEP da un salto: la digitalización de los libros de texto gratuitos. Es un paso importante, hay que reconocerlo. Es una innovación que va con los tiempos, abona a la equidad, aunque favorezca más a las clases medias. Nadie los refutará por comunistas y ateos.

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