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De actuaciones y papelones

Carlos Carranza

Carlos Carranza

Hay una característica peculiar en el nuevo diccionario del actual gobierno. Cada palabra o término se amolda a las necesidades y a las respuestas que exige un momento determinado, flexibilizan sus significados según la urgencia que se deba cubrir. No hay lugar para el silencio ni la prudencia y eso se refleja en la dinámica de comunicación que se presenta diariamente en las llamadas conferencias mañaneras del primer mandatario: no hay un sólo planteamiento que no pase por la mirada y la retórica del señor presidente. Esta dinámica es patente a lo largo de las dos horas que, aproximadamente, abarca este pretendido ejercicio informativo. Dueño de un estilo bien practicado, López Obrador ha sido capaz de pararse ante los micrófonos y las cámaras con la seguridad de quien puede decir lo que le venga en gana sin que su plumaje se enlode en los pantanos de la verdad o la objetividad. Sabe que cada palabra será cuestionada por sus pretendidos adversarios, pero también es consciente que será capitalizada por toda una estructura bien organizada de personas que validarán su discurso a cualquier costo. En muchas ocasiones ser incondicional tiene su premio y, quién diría, un precio al que no todos tienen acceso.

Pero no hay nada nuevo en este mecanismo: eso han sido nuestros gobiernos a lo largo de la historia moderna. Cuando el Presidente se constituye como el mayor referente de estos actos de comunicación, en el que se hace evidente que su voz y criterios son los que definen el ejercicio del poder, estamos hablando de un presidencialismo que es inobjetable. Este término puede entenderse en dos sentidos: nadie, con un criterio objetivo, podría dudar del papel centralizador que López Obrador ha desarrollado durante su mandato. Presidencialismo a la antigua usanza. Y, por otro lado, para sus seguidores e incondicionales —comenzando por los diputados y senadores del partido oficial— todo aquello que el señor presidente dice y hace es intachable: cualquier crítica o señalamiento es considerada una afrenta que ha sido planeada desde las entrañas del más obscuro poder en un tiempo inmemorial —porque, claro, si algo resulta mal es culpa exclusivamente del pasado, nunca de sus propias decisiones—.

Lo curioso es que, justamente en tiempos no tan lejanos, quienes hoy validan este mecanismo del poder eran los que se desgarraban las vestiduras y señalaban a todo pulmón las terribles prácticas y errores de sexenios y presidentes anteriores. La única diferencia es que el estilo del libreto ya no es dictado en el ámbito de un mitin: hoy se ha convertido en la ceremoniosa conferencia “de prensa” que se lleva a cabo en el Palacio Nacional.

Bajo este esquema, no es raro que, ante el inicio de esta época de elecciones, todos ejecuten el papel que mejor cumpla con las expectativas de sus campañas. Cabe preguntarse: en la obra teatral que se escribe y monta durante estos meses, ¿cuál es el papel que mejor le conviene a muchos de los políticos en turno? Has acertado, lectora y lector: lo que mejor rinde frutos en toda campaña es mostrarse como un adalid justiciero y, al mismo tiempo, como una víctima de atroces poderes que conspiran en contra del nuevo orden.

Así, en una sociedad educada para sentirse víctima de su propia historia, este papel es muy redituable. El claro ejemplo es precisamente de quien obtuvo el mayor beneficio de dicha dualidad: el Presidente en funciones, Andrés Manuel López Obrador.

Fiel a su dinámica y al personaje que ha decantado a lo largo de varios años, hoy no tiene empacho en plantear que podría ser objeto de censura por parte del Instituto Nacional Electoral. Vaya cambio: de ser un feroz crítico de las prácticas presidenciales durante la llamada “veda electoral”, hoy arremete contra el mismo principio argumentando el ejercicio de su libertad de expresión. Lo que nos ha tocado ver: un diccionario y las palabras del libreto en el teatro del poder que se ajustan a las circunstancias, por supuesto.

Hoy comenzamos a sentirnos rodeados por campañas electorales huecas que explotan el lugar común del ataque simplón. Claro, son frases e imágenes hechas a la medida de un electorado que se ha comprado perfectamente esa dualidad que tienen los políticos: justicieros y víctimas, según acomode a la necesidad que apremia. Votar por los candidatos del partido oficial y sus aliados sería un error. Sin embargo, optar por la nueva alianza entre los partidos de la llamada oposición, también implicaría un error bajo la mirada de la historia. ¿En verdad no hay quien escriba una nueva obra? ¿Otros guiones? Ya sabemos la respuesta, la sociedad misma.

 

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