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Scrooge, el Grinch y por qué algunos odian la Navidad

Francisco Masse | 20:36
https://cdn2.excelsior.com.mx/media/pictures/2016/01/07/pop_logo.jpg Francisco Masse

Los regalos, Santa Claus, el arbolito, las posadas, la convivencia, el espíritu navideño… ¿por qué a algunos nos caen tan mal?

Gran parte del espíritu y las ideas que asociamos con la llegada de la Navidad se originó a mediados del siglo XIX, cuando un escritor inglés publicó una novela que, en origen, pretendía ser una denuncia casi panfletaria sobre las paupérrimas condiciones en las que vivían miles de niños en los barrios bajos londinenses, debido a la explotación que trajo consigo la Revolución Industrial; con el paso del tiempo, la carga social de la novela se diluyó y sólo permaneció una historia con moraleja acerca del amor fraternal y la generosidad navideña como salvadores del alma. Por supuesto, nos referimos a Canción de NavidadA Christmas Carol—, que fue publicada en Londres en diciembre de 1843.

El propio Charles Dickens —que así se llamaba el autor de la célebre historia de los fantasmas de las Navidades pasada, presente y futura— había sido víctima de la explotación del trabajo infantil: su padre, John Dickens, fue encarcelado en la prisión de Marshalsea por una deuda de 40 libras y 10 chelines con un panadero, y las leyes inglesas de entonces disponían que, junto con el padre, la familia entera debía ser encarcelada también, de modo que el joven Charles —a la sazón, de sólo 12 años— fue obligado a dejar la escuela y a trabajar en una fábrica de grasa para zapatos.

Fue tras una visita a la ciudad de Manchester que Dickens —el hijo, desde luego— decidió escribir, no un ensayo político panfletario, sino una historia profundamente emocional acerca de la Navidad

Esta experiencia traumática marcó, hasta cierto punto, el trabajo literario de Dickens: por un lado, generó en él un odio profundo hacia su padre y lo orilló a convivir con los hijos salvajes e iletrados de las clases más bajas de Inglaterra —los Dickens eran una familia de clase media y Charles, un lector voraz—, pero por otro lado, le abrió los ojos a la realidad que vivían día con día los niños trabajadores de las clases obreras más pobres de Londres. Fue tras una visita a la ciudad de Manchester que Dickens —el hijo, desde luego— decidió escribir, no un ensayo político panfletario, sino una historia profundamente emocional acerca de la Navidad que llegara a un público amplio y denunciara la pobreza y explotación en que vivían miles de niños a principios de la Era Victoriana.

La novela se publicó y se convirtió en un clásico. Aunque, obviamente, la gente olvidó toda esa denuncia y se quedó sólo con la historia de un anciano avaro, misántropo, antisocial y de carácter agrio llamado Ebenezer Scrooge, que odiaba profundamente la Navidad. Su frase recurrente “¡Bah, pamplinas!” —en inglés, “Bah, humbug!”—y su apellido se han convertido en un símbolo de todas las personas que comparten los mismos rasgos de personalidad, y lo anterior se reforzó cuando el caricaturista estadounidense Carl Barks creó el personaje de Scrooge McDuck —Rico MacPato, en español—, el millonario y avaro tío del Pato Donald, que es casi o más famoso —e igual de amargado— que el Scrooge original.

Pero, a estas alturas del siglo XXI, ya casi nadie le dice a los amargados antinavideños como yo: “Eres un Scrooge”. Para bien o para mal, ese rol lo ha heredado otro personaje entrañable: el Grinch, creado por otro caricaturista estadounidense, éste autoproclamado el Dr. Seuss. Él mismo refiere que “a la mañana siguiente de la Navidad de 1956, se miró al espejo y se dio cuenta de que él mismo tenía una expresión grinchesca: se había convertido en el Grinch”, y ahí nomás dio con la idea de este personaje verde que, al tener un corazón minúsculo, no entiende por qué los Who hacen tanta alharaca con esa fecha llamada Navidad. Y fue gracias a la versión cinematográfica protagonizada por Jim Carrey —Dr Seuss’ How the Grinch Stole Christmas (2000)— que en este 2015 gente como yo, más o menos por estas fechas, sea recibida con saludos como:

Hola, grinch. ¿Por qué odias tanto la Navidad?…”

Y ese es el asunto: ¿por qué Scrooge y el Grinch, y la gente que es como ellos —o como nosotros, no sé si deba decirlo— odian tanto la Navidad?

En el caso de Scrooge, le molestaba tener que dejar de ganar dinero por verse obligado a darle el día a sus empleados, y le enfurecía el que tener que gastar su fortuna en regalos, banquetes y donaciones para la gente pobre, y tienen que aparecer ante él tres fantasmas para que recapacite y, a la mañana siguiente, honre y celebre la mañana de Navidad. Por su lado, al Grinch le molestaba la algarabía —es decir, el bullicio; no me malinterprete— y las felices fiestas en Whoville, de modo que se disfraza de Santa Claus y les roba los regalos para que dejen de fregar, pero para su sorpresa los Who siguen celebrando. Ambos, el viejo cascarrabias y la verdosa criatura, comprenden que el verdadero espíritu de la Navidad no está en lo material sino en el amor y la convivencia familiar y comunitaria.

Y quizá sea la razón por la que muchos, como yo, veamos con poco agrado el consumismo, la cursilería, la falsa camaradería y la convivencia forzada —llena de clichés impuestos por ya-sabe-usted-qué-televisora y ya-sabe-usted-qué-bebida-carbonatada— que abundan en esta temporada, y que van en contra de todo lo que, se supone, representan estas fechas. O representaban, no lo sé.

Me duele porque, de niño, estas fechas representaban la ilusión de ver a todos mis tíos y a todos mis primos reunidos en la casa de mis abuelos —donde yo crecí, al norte de la Ciudad de México—

En mi caso particular, recientemente descubrí la causa de mi carácter antinavideño: no es que odie la Navidad; la verdad es que me duele la Navidad. Me duele porque, de niño, estas fechas representaban la ilusión de ver a todos mis tíos y a todos mis primos reunidos en la casa de mis abuelos —donde yo crecí, al norte de la Ciudad de México—, todos con ropa de estreno, zapatos boleados, suéteres y bufandas, la sonrisa en la cara, lucecitas de bengala y regalos para cada familia —aún no se instituían los famosos “intercambios”. Esa noche, mis abuelos presidían la cena en la cabecera de la mesa, seguidos por mi mamá, junto con los otros hijos e hijas —con sus cónyuges, si los había— y, en la mesa de niños, mis primos, mis hermanos y yo. Y todo me parecía muy feliz.

Hoy, las cosas han cambiado. Como sucede con muchísimas otras familias, el tiempo erosionó las relaciones fraternas, los abuelos y algunos tíos murieron, los primos y los hermanos nos casamos y tomamos cada uno caminos muy distintos. Después, mi mamá decidió un año que prefería recibirnos para comer el día de Navidad, y diversas circunstancias hicieron que yo, como sucede con muchísimas otras personas, me quedara solo. Y aunque todos los años recibo amables invitaciones para cenar y pasar la Nochebuena, algo muy en mi interior sigue añorando esa especie de chimenea emocional que se iba encendiendo desde que se sentían los primeros fríos, y mis tías sabían que era el momento de sacar las cajas con el árbol, las sempiternas figurillas del nacimiento, las series de luces —había que revisarlas y sustituir los foquitos que ya no sirvieran; antes no se consumía tanto ni se generaba tanta basura—, las esferas y los adornos, e ir al mercado por adornos nuevos, musgo y heno —cuyo olor, hasta la fecha, hace que mi memoria viaje hasta esos días.

Por eso es que, al menos los últimos años de mi vida, los 24 de diciembre mejor me encierro a empezar mi ritual de fin de año —que consiste en ver de cabo a rabo las ocho temporadas de Dr. House—, recibo a los fantasmas que vienen a visitarme cada año y, como Scrooge, me reintegro a la sociedad la mañana de Navidad. En resumen: no me gusta la Navidad porque sin abuelos, sin mamá, sin tíos, sin primos, sin hermanos, sin esposa, sin hijas — en pocas palabras, sin calor de horno y de gente—, ya nada es igual. Y ni siquiera se le parece.

—Antes como antes, y ahora como ahora, mi veco —me dice mi abuelo desde el más allá.
—Sí, abue, sí. Pero, como siempre digo, eso ya es otro cantar…

 

@fcomasse

 

 

Aclaración: El contenido mostrado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista.

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