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El derecho a CENSURAR

L. Alberto Rodríguez | 09:50
https://cdn2.excelsior.com.mx/media/pictures/2016/06/07/buitres_logo.jpg L. Alberto Rodríguez

 

Esta semana encontraron el cuerpo sin vida de la médica María Elizabeth Montaño, mujer trans de cuarenta y siete años que trabajaba en el Hospital Siglo XXI del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Era una prominente activista por los derechos de la población transgénero, travesti y transexual, que dictaba conferencias dentro y fuera del país, en dos idiomas. Estaba desaparecida desde la mañana del ocho de junio y fue hallada en un predio de la carretera que conecta a la Ciudad de México con Cuernavaca. Al momento de este texto, las autoridades de Morelos han informado que se trataría de un suicidio. Sin embargo, está sembrada la semilla del odio.

Vivimos en un país con los índices más altos de homofobia y transfobia en América. Aquí, sistemática y estructuralmente, se violenta a las personas con una identidad de género u orientación sexo-afectiva, distinta a la norma. Y si no se les asesina, toda una historia de violencia y discriminación, un griterío que les insiste en todo momento que no deberían existir, muchas veces quiebra su salud mental y emocional. ¿Fue el caso de la doctora Montaño? No lo sé. Pero he sido testigo, al igual que muchas personas, de la manera en que esto ocurre.

Debe recordarse que la muerte de la doctora Montaño ha ocurrido en la semana dedicada a celebrar el orgullo de la diversidad sexual. Y que seguimos siendo una nación donde se impone la violencia extrema contra un ser humano “diferente”. Y, carajo, estas son las cosas que deberían estar ocupando el debate público. No la conducta pedante y racista del comediante Chumel Torres, quien en esta misma semana se hizo más famoso por sus comentarios racistas en Twitter (los cuales incluyeron al hijo menor del presidente Andrés Manuel López Obrador), lo que le valió la suspensión de su infame show en el canal HBO. No deberíamos estar cuestionándonos si es censura suprimir los discursos de odio de las personas transexcluyentes. No debería debatirse si alguien es racista o no; si alguna odiante es víctima de censura o no. Estos personajes son hábiles para manipular los discursos, autovictimizarse, y no deberíamos caer en su juego. Ni el racismo, ni la misoginia, ni la transfobia deberían ser temas de discusión. No, cuando sus víctimas son personas reales, que existen y que en este momento son receptoras de un odio mortal.

El mito de Voltaire
México tiene un serio problema con lo que lleva a la mesa de debate. Hay una noción perversa sobre libertad de expresión. Y yo creo que cualquiera no puede ni debe opinar sobre cualquier cosa. Aún más, creo que hay momentos en los cuales la ley debe prohibir que ciertas personas tengan foro para hablar de ciertos temas. Por ejemplo, Chumel Torres sobre asuntos sociales, o Donald Trump sobre política. No debería permitírsele a un evidente pederasta expresarse en público sobre educación sexual, como Enrique Peña Nieto no podría ser ponente en un panel sobre corrupción. Derroquemos el mito de Voltaire: “podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Semejante verso se ha convertido en una falsa bandera de la libertad de expresión. Los gobiernos burgueses, capitalistas, liberales, la han usado para justificar el fracaso de sus políticas. Bajo ese lema, han tolerado el ascenso de partidos políticos fascistas, pues porque, a su juicio, más vale la libertad de ser abiertamente racista sobre al derecho de los pueblos a ser libres en realidad; libres de explotación, libres de discriminación, libres de crisis económicas, libres de violencia.

Entonces, ¿quién o qué va a determinar cuando sí o cuando no alguien puede hacer uso de la palabra? No hay elucubraciones morales en esto. Hablamos del espacio público. Ahí donde hay o se generan audiencias. Medios. Auditorios. Asambleas. Donde sea que exista un micrófono. Pero no para ese tipo de gente. Los racistas. Los transfóbicos. Los fascistas. ¿Pueden decir sus estupideces en privado? Sí. A nadie se le prohíbe prejuiciar en el reducido espacio de su mente. Acaso, en una sobremesa, ante otros que quizá son como él, y eso, en el plano de su propia casa. O frente a su propio espejo. Pero no en la calle. Mucho menos ante un grupo de personas. La medida para censurar las expresiones de odio está en el derecho positivo, el mismo mecanismo jurídico y filosófico que regula la conducta pública en pos del bien común.

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Marx, en sus manuscritos de economía y filosofía, ponía como condición de la libertad la eliminación del poder de las fuerzas alienadas. O sea, que la libertad colectiva puede ocurrir siempre y cuando no existan o no tengan poder aquellas estructuras cuyo propósito es privar a las personas de su libertad; o lo que es lo mismo, reducir a los seres humanos a condiciones de esclavitud. El filósofo de Tréveris hacía alusión al andamiaje del capital el cual basa su poder en la privatización de los medios de producción, convirtiendo al trabajador en dependiente del salario y lo priva de su propia riqueza. Pues bien, lo mismo puede decirse de todos aquellos medios de producción contemporáneos —sobre todo de comunicación, cultura e ideología—, dedicados a pervertir las relaciones sociales y suprimir el derecho de las personas a ser felices. Hay mucho qué decir sobre este tema; por ejemplo: no puede ser libertad de expresión el cúmulo de discursos inhumanos de las industrias de moda enfocados a la delgadez mórbida y los trastornos alimenticios. No puede ser libertad de expresión el fetichismo por el dinero. No puede ser libertad de expresión la supremacía racial. No puede ser libertad de expresión la pedofilia.

Enfermos sociales

Es el momento de enfrentar la realidad: hay enfermos sociales. Personas que no están facultadas para convivir en el espacio público. Podrían no ser del todo malas, pero algo no funciona bien en ellas. La interacción pública, que implica concebir la alteridad, requiere de personas responsables.  La sociedad depende del tipo de relaciones que tejemos entre quienes la integramos. Una mala relación, violenta, perversa, machista, en fin, enferma, entre un par o un grupo, tiene un impacto en el resto de las personas. Como los virus, van contagiando al resto; a la mejor, no del todo, pero sí en algo y lo suficiente para desarrollar seres humanos disfuncionales. Así en Chile, el Golpe ejecutado contra el presidente Salvador Allende por el-claro-ejemplo-de-lo-que-acabo-de-escribir Pinochet, aún tiene consecuencias casi cincuenta años después. En el mismo año en el que una empresa privada, Space X, pudo mandar a dos hombres a la Estación Espacial Internacional, dando el primer paso hacia lo que podría ser el turismo cosmonáutico, existen adefesios de nombre José Antonio Kast, Jacqueline van Rysselberghe, Sebastián Piñera y tantos otros, quienes creen que la tortura es un acto patriótico, que dios es el dueño del útero de las mujeres y que el coronavirus es una conspiración comunista. Y tienen partidos políticos, votan en el Parlamento, viven del erario y todo. Defienden su discurso de odio como libertad de expresión. Son las fuerzas alienadas, enemigas de la libertad. Pero se les tolera
porque, en la democracia burguesa, todo vale, todo pasa, en nombre de la “libertad”. Su libertad, que es la de una plutocracia. Las deformidades sociales son su espejo. Ahí está el documental sobre Jeffrey Epstein, “Asquerosamente rico”, para comprobarlo.

Cuando cursaba el cuarto año de primaria, el profesor Enrique llegaba todos los días borracho. Nos llamaba a su escritorio para entregar la tarea y su tufo alcohólico nos mareaba. Hacía chistes que no comprendíamos. Todos sexistas. Nos aventaba el gis a la cabeza cuando creía que no poníamos atención, y no quiero ni pensar —y no lo digo porque no me consta—, cómo se comportaba con mis compañeras cuando las tenía enfrente. Era un hombre de más de cuarenta años, ebrio, frente a un grupo de treinta niños y niñas de nueve años. Nos obligaban a guardarle respeto porque era “el maestro”. Así transcurrimos todo un año. Tengo bloqueado casi todo lo que ocurrió en el salón de clases. Solo recuerdo su agrio aliento, su camisa desfajada, su pantalón mojado con orines y esas gafas oscuras bajo las cuales ocultaba sus ojos hinchados de sangre. ¿Quién lo dejó dar clases así? ¿Quién le otorgaba tal impunidad? Seguramente, la corrupción de su sindicato, no lo sé. Pero no tenía derecho a estar ahí. Y no debería discutirse si era capaz o no de dar clases porque, obviamente, no lo era. Eran otros tiempos. Ahora, las niñas y jóvenes han perdido el miedo a denunciar públicamente a un maestro acosador, violento o incompetente. Lo escrachean, lo exhiben y obligan las instituciones a liquidar su “libertad” de pararse frente a un salón de clases. Sí, la censura es un derecho cuando se aplica a favor de la libertad colectiva.

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Aclaración: El contenido mostrado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista.

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