Cuervo sos mi alegría

Admirar el espectáculo de la Gloriosa Butteler tiene sus riesgos, pues la cancha de San Lorenzo de Almagro es de las más peligrosas de Argentina 

Suena el pitazo fnal... ¡y a volar! Apenas 15 minutos tardan en abandonar todos del estadio, tomar sus autos o correr a la parada del bus para desaparecer de las inmediaciones del Nuevo Gasómetro. Fotos: Eduardo Jiménez

BUENOS AIRES.

En el Nuevo Gasómetro se alienta para vivir... y se corre para sobrevivir desde su apertura en 1993.

Es la realidad de la cancha del San Lorenzo de Almagro, uno de los históricos clubes de la capital Argentina, ubicado justo al lado de la villa 1-11-14, del barrio Bajo Flores, famosa por ser una población peligrosa, dedicada al narcomenudeo, robo, secuestro y homicidio, cuenta la afición a toda cara nueva o foránea que ingresa a las tribunas azulgrana. Basta con escuchar otro idioma u otro acento latino para que algún Cuervo se tome la molestia de advertir al visitante los peligros que se corren al acudir al hogar del Ciclón.

Escucha el silbato y de inmediato retírate”. Uno siente nervios sólo de escuchar la recomendación de parte del heredero del socio 404, cuyas cenizas ahora aportan magia a los tachones de la plantilla dirigida por Jorge Almirón, viejo conocido del futbol mexicano.

La primera llamada de atención, en un país donde el futbol rebasa la religión y donde la santificación social de Maradona bendice cada ventana, kiosco u hogar, es subirse a la ruta 143, que transporta a la entrada del Bidegain, y mirar a los aficionados provenientes de Capital Federal con la expresión más muerta que la del hincha de Boca Juniors o River Plate al perderse la chance de ver la final de la Libertadores en su país.

 

 

Nadie canta, nadie alienta; no le hacen honor a su fama. Ni de broma se saca el celular o la billetera. Están por ingresar a barrios donde la precaución resulta una aliada. Por las calles de Nueva Pompeya las tienditas surten las únicas birras y emborrachan al fan de camino a la cancha. En el metrobús el pasaje que aborda, cambia: mariconera, caras llenas de cicatrices, morenos, para un latino, o un mexicano, es fácil reconocer al malandro. Y el camión sigue, en silencio, hasta avenida Varela.

El cascarón es irreal. Las bardas que rodean y resguardan el Gasómetro están casi podridas, llenas de humedad, graffitis, con la pintura resquebrajada y las huellas de tantas personas que prefieren orinar en ellas que un arbolito. Cúmulos de basura; peste por zonas, autos abandonados y cadáveres de vehículos forman trincheras. Un vendedor de choripanes, los revendedores y los ambulantes que ofrecen las réplicas de la camiseta, son el único indicio de que hay un partido de futbol.

El aficionado entra directo a la cancha, no precopea ni permanece en la calle porque, a un costado del estadio, atravesando la calle Perito Moreno, está la peligrosa villa, cuya noticia, en vísperas del encontronazo entre San Lorenzo y Estudiantes de La Plata, es el secuestro y asesinato de una quinceañera peruana.

El local celebra a todo extranjero que llega a su territorio. Lo tildan de loco. “Si hubiera cerveza te compro una por loco hijo de puta”, dice un aficionado, después, comparte más historias sobre la 1-11-14. Matías cuenta que hace años que los fans dejaron de comprar sus entradas en el estadio, porque los villeros ya tenían modus operandi: rodear, despojar de sus pertenencias y meterse caminando a su territorio. Nadie, ni por más encabronado que esté, se rifa a entrar a un territorio donde la pobreza se percibe y los niños pueden estar armados.

 

 

El primer mensaje va para el presidente de la nación albiceleste: “Mauricio Macri, la puta que te parió...”, eco popular, tema de cajón y obligatorio en tiempos donde el argentino se puede ir a la cama y despertar con una inflación grosera, siendo su primera preocupación el incremento en los carnets para asistir a la cancha.

El hincha se vuelve loco si el equipo ratonea o cuida el balón. “La concha de la lora, Insaurralde”, se le recrimina al arquitecto del Ciclón. Un primer tiempo sin pena ni gloria, donde la alegría y el espectáculo lo pone la Gloriosa, cuyas hazañas contrarrestan la mala fama de los vecinos del barrio.

Un gol desde los once pasos enciende la alegría de los Cuervos. El empate a cargo de un viejo conocido de México, Mariano Pavone, los saca de sus casillas. El empate a uno los desquicia. Del otro lado de la barra, se les va la vida en las kilométricas leperadas que sueltan al tener que conformarse con un sólo punto.

Se pita el final del partido, pero el daño está hecho. Se escucha por la tribuna que echaron a perder una semana, que dejaron sin comer a la familia por alentar y se exclaman las conchas de la tía, la prima, la madre, la hermana, la suegra y todas las habidas y por haber.

Del otro lado, se desvanecía el aliento. “...hoy tenés que ganar, que Boedo es un carnaval, acá está la más fiel, la Gloriosa plaza Butteler”. Eriza la piel el aguante de una hinchada que, apenas da el pitazo final, tiene que salir corriendo de tierra de nadie.

Apenas 15 minutos tardan en desaparecer todos del estadio, tomar sus autos o correr a la parada del bus para desaparecer de las inmediaciones del Nuevo Gasómetro, donde la pasión se transforma en miedo.

Es mejor agarrar una piedra, un palo o un fierro y soltarla antes de subir al bus”, es la última recomendación antes de abandonar la cancha del San Lorenzo de Almagro, por eso la afición sueña y empuja a la directiva con regresar a su club al bonito Boedo.

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