Cuento: Patadura

En la portería de San Garabato, Filomeno Arquímedes. Hombre de cuerpo gigantesco y boina al estilo del Divino Zamora

Foto: Especial
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CIUDAD DE MÉXICO.

I.

Dicen que soy un loco. Corrijo, un ciego loco, con la ropa sucia y olor a orines. Un hombre distraído e inofensivo que los domingos se aparece en el parque y que en el momento menos esperado se levanta de la banca para reclamar no sé qué cosa.

Los que me conocen me dicen el Loco Matías o Patadura. Ya no se espantan porque escupo improperios a un árbitro imaginario. Se ríen y me gritan: “¡Patadura, ciego, ahí viene la ola!”. Y juntos armamos la milonga, como si estuviéramos en las tribunas de un estadio.

Luego ellos me preguntan que cómo va el partido, que quién juega. Yo les respondo que es la final –siempre digo lo mismo-, que los del San Garabato han llegado al pueblo para enfrentar a los azules del Huracán. Nuestro Huracán.

Y me gana la nostalgia. Me da por llorar, porque los ciegos podemos llorar. A veces canto tanguitos y vuelvo a soltarle palabrotas al hombre de negro y silbato que nadie ve.

Yo les digo que no estoy loco, que tan sólo espero ser testigo de esta final. La que nunca llega, la que nunca aterriza en su destino.

¿Tú también crees que estoy loco? Entonces deja que te cuente mi historia.

II.

Cuando era niño, mis ojos tenían color y vida. Todos los días me levantaba temprano, daba un brinco de la cama al piso y corría al enorme cuarto de mis padres. Don Eleazar, mi papá, abría un ojo y se hacía el dormido. Yo le abría los dos con mis manitas y le gritaba: “¡papá!, ¿hoy es domingo?”.

Él me tomaba con sus manazas y me tumbaba arriba de su cama. “No, tontito, hoy es jueves y me tengo que ir al taller. Vos te quedás en casa a cuidar de mamá y la nona Lena”.

Y me quedaba en casa a cuidar de mis mujeres, a jugar con la pelota en el patio, esquivando a la abuela, al gato y las gallinas. Hasta que algo se rompía y me regañaba la nona Lena por culpar al micifuz por todas las desgracias.

Cuando papá regresaba de la relojería, tenía que escuchar el sermón de la abuela, probaba las empanadas de mamá y fingía cara de enfado. Luego recuperaba el balón, prometía regaño sobre Matías (o sea yo) y me lo devolvía. Siempre con un guiño en complicidad. Después se encerraba a escuchar tangos. Decía que aquellas canciones le recordaban su terruño y el de su padre. Un abuelo que nunca conocí.

III.

Los domingos mi papá era el que se paraba temprano y se iba directo a mi habitación. Sacaba su reloj de bolsillo con cadena de oro y me despertaba con un “¡Patadura!, ¿sabés que día es hoy?”.

Y nos salíamos los cuatro, los hombres de la casa y sus mujeres, para asistir a misa y de ahí a los llanos. A mirar hombres del pueblo en calzoncillos, correr tras un balón en terrenos irregulares, con marcas de cal en las rodillas y zapatos con raspones.

Mi papá me contaba los partidos, se entusiasmaba cuando un futbolista del pueblo hacia un gol de etiqueta. Me compraba un paletón y me decía que en sus buenos tiempos fue central de un equipo llamado Huracán.

De ahí a la plaza con la nona Lena y mamá. Yo todavía no estaba en edad de mochilas y tareas, así que al otro día me levantaba temprano y volvía a preguntar si también era domingo.

 

IV.

Dicen que los ciegos no podemos llorar. Yo lo hago todos los días desde aquel accidente en carretera. Dormía en el regazo de la abuela; papá y mamá iban en los asientos delanteros, cantaban y reían. La abuela me hacía ‘nanay’ en la panza, caricias para calmar dolores estomacales de un niño tragón.

Del brinco aquél en la camioneta siguieron giros bruscos y ya nadie permaneció en su asiento. Gritos, diosmíos y vidrios que se estrellan. Sirenas que llegan presurosas a mis oídos.

No sé cuánto tiempo pasó ni porqué del accidente. Sólo sé que perdí lo que más amé en la vida. ¡Y qué importa si mis ojos se apagaron!

 

V.

La tía Genoveva cuida de mí en la vieja casa. Hermana solterona de mi madre, decidió regresar al pueblo, enseñarme cosas de escuela y cuidar de este ciego, en lugar de encerrarse en el convento de la ciudad al que acostumbran llegar las mujeres que no consiguen marido.

La tía me dice que salga a la calle, que un jovencito de mi edad debe tener amigos y que haga algo de provecho. Ya no pregunto si es domingo, ya no busco la pelota. Tampoco esquivo al gato que se hizo viejo, panzón y flojo de tanto entomatado que nos preparó la tía Geno con las pocas gallinas que ensuciaban el patio.

Es tan buena que Dios le mandó un enamorado. Un vendedor de puerta en puerta y de pueblo en pueblo, que llegó ofreciendo pomadas milagrosas, vajillas baratas y un corazón sincero en un traje arrugado.

El tío Joaquín se había ganado el cariño y las enchiladas de mole de Genoveva, así como los arrumacos del flojo gato. Tardó meses en que este pobre ciego confiara su amistad a un desconocido que de tanto viaje con maletas repletas de baratijas sólo se podía quedar en el pueblo los fines de semana.

Un día charlamos un poco y de las bromas y anécdotas que trae un viajero entre el equipaje, saltó el tema del futbol. ‘Fulbito’, le decía mi viejo. Le comenté que por estas tierras ya no se habla de eso desde que las canchas del llano fueron tragadas por una fábrica de embutidos.

Pero el tío Joaquín me respondió algo que devolvería un poco de luz a mi obscura vida. “¿Sabes, Matías, que a orillas del pueblo hay un nuevo campito donde se enfrentan los mejores equipos de la región?”.

-Mientes.

-¡Claro que no! ¡Yo lo vi con mis propios ojos! Perdón, no quise decirlo así.

-¿Y quién juega?

-Equipos de la sierra, del Rancho La Rosita y San Garabato. Incluso vienen de la ciudad.

 

VI.

Ahí estaba yo. Preguntando a cada rato a la tía si era domingo, si estaba segura que su enamorado llegaría a tiempo por nosotros y si de la iglesia ella se iría a la plaza, como lo hacían años atrás nuestras mujeres.

Joaquín me llevó al campo, afuera del pueblo, y comenzó a narrarme jugada tras jugada. Me hablaba de hombres en calzoncillos, con playeras de colores distintos y me decía que algunos hacían goles de etiqueta.

Y así volvieron el futbol y los domingos a mi vida. Me dormía con el balón en las manos y de vez en vez la tía me regañaba por romper no sé qué cosa y estrellar la pelota en el hocico del gato.

Un día me dijo Joaquín que un tal equipo Huracán jugaba en casa. Me entusiasmé pensando en que podría ser el conjunto aquél del que me habló mi padre. ¿Habrán venido desde el barrio de Nueva Pompeya, de donde eran la nona Lena y papá? Aquellos Quemeros de la barra que no simpatizaban con mi desconocido abuelo, porque papá decía que su viejo, don Tito, era Cuervo del San Lorenzo. Y que por eso tantos disgustos tuvieron cuando mi papá alcanzó la edad del ganso.

Nunca supe el verdadero motivo por el que un día papá y la abuela agarraron sus maletas y se vinieron a México, dejando al abuelo con bronca en la Argentina. ¿Habrá sido por las afrentas de Huracán y San Lorenzo en el estadio Ducó? O quizá que papá tenía otros hermanos que nunca conoció, que tenían otro apellido y que vivían a unas calles de los Cuervos de Almagro.

Y allá en el campo, sentados en primera fila, Joaquín me fue narrando cada una de las jugadas. Del Chino, delantero fenomenal de nuestro Huracán, de sus disparos letales y de Fernández, aquel árbitro vestido de negro al que tío Jo le gritaba que era un torpe y caradura.

Esa vez ganó el Huracán y terminamos en casa saboreando el pipián de la tía Geno y platicando de un equipazo que yo no vi. Pero Joaquín le contó a su amada todo lo que ocurrió en el campo y de lo feliz que yo me puse cuando el Chino esquivó a tres, cuatro y cinco rivales para luego hacerle un sombrerito al gigante vestido de portero.

¡Qué temporada aquella! El Huracán gane que gane en nuestro campito, el Chino marcando goles de ensueño, la tía Geno enamorada de aquel vendedor con traje arrugado y el gato engordando a placer. ¿Yo?, tan contento como los días y las noches que papá escuchaba sus tangos y hacía sonreír, con algunas historias, a su mujer mexicana. Cuando la nona escondía la pelota y se comportaba como el defensa más severo del equipo rival.

Joaquín no faltaba ningún domingo, me narraba los juegos y calculaba en voz alta: Si el Huracán sigue así –decía- pronto lo veremos en la final. Yo le repetía “sí, lo veremos”, y juntos nos echábamos a reír.

También la ilusión del amor llegó a este ciego que acababa de cumplir 21 años. Recuerdo que Joaquín me dijo un día, casi al oído, que una muchacha no dejaba de mirarme. Que era de piel morena, faldita y piernas flacas, pero de dulce mirada. Se llamaba Jovita y siempre la acompañaba ese aroma de perfume barato.

Un día, el Huracán jugó contra San Garabato y tío Joaquín aseguró que no había visto un juego tan reñido. Dentro del campo, 22 hombres decididos a dejar la piel y el alma. Me habló de tarjetas rojas, de empujones dentro del área y de dos porteros que harían sus nombres inmortales.

En la portería de San Garabato, Filomeno Arquímedes. Hombre de cuerpo gigantesco y boina al estilo del Divino Zamora. En el otro extremo, el carismático Artemio Cabral, nuestro cancerbero. Tan ágil como la Tota Carbajal.

Dice el tío Joaquín, casi al borde del llanto, que esos gigantes salieron del campito a hombros cuales toreros de plaza grande. Que no hubo balón que manchara sus maderos.

Aquella noche dormí con los guardametas brincando en mis sueños e imaginando a Patadura, o sea yo, que entraba de último minuto al campo y de palomita cambiaba la historia del partido.

¡Qué temporada, Dios mío!

 

VII.

Tía Geno sacó del cuarto de mis padres la consolita y los discos de tanguitos que papá escuchaba mientras saboreaba el mate. “Ya sé por qué tu viejo te decía Patadura”, me soltó sin aguavá.

Puse atención en aquel tanguito pambolero que un tal Gardel le cantaba a otro Patadura como yo:

“Piantáte de la cancha, dejáte el puesto a otro/ de puro Patadura estás siempre en ‘orsay’./ Querés jugar de ‘foward’ y ser como Seoane y hacer como ‘Tarasca’, de media cancha un gol./ Burlar a la defensa con pases y gambetas, y ser como Ochoíta, el crack de la afición”.

Yo era un Patadura feliz por reencontrarme con la música del viejo. Desde entonces estoy más que orgulloso de aquel apodo. Ahora, antes de que el domingo se asome en el calendario, me encierro en el cuarto de mis padres y dejo que Gardel haga lo suyo.

Joaquín me dice que el del domingo será un juego especial. “El Huracán y San Garabato tendrán su primera final de la región. Prepara la bufanda y afloja la garganta con un poco de aguardiente porque vamos a gritar los goles del Huracán como nunca. Y si se corona el equipo del pueblo, nos vamos a la casa a festejar con Genoveva y escuchar la milonga que tanto te gusta”.

-¿Vamos a ganar, tío Jo?

-¡Vamos a ganar, Patadura! Que esos cabroncitos del San Garabato se irán a su pueblo con la cola entre las patas.

-¿Irá Jovita?

-No sólo irá. Me ha dicho que pidió permiso para quedarse después del juego, que quiere conocerte e invitarte un helado.

(Sueño con papá y mamá y a cada rato les pregunto si ya es domingo.)

 

VIII.

Hoy fue un domingo extraño. Tío Jo no se apareció, la tía Geno ha estado llorando en su habitación y no supe si le ganamos la final a San Garabato. En la radio busco la transmisión del partido, pero sólo escucho noticias tristes. Hablan de un camión que se volcó en la curva de los zopilotes, por el acantilado.

¿Y Jovita? ¿Me habrá buscado al final del partido?

IX.

Hace más de un mes que Joaquín no se asoma por el pueblo. La tía no me lo dice, pero siento que algo ocurrió entre los dos. Ella se la pasa encerrada, rezando y encendiendo veladoras. El olor a soledad borró el aroma de sus platillos.

Un domingo aprovecho que la tía se va a misa y con mi torpe bastón salgo a las calles. Me topo con árboles y postes necios. Espero que alguien me lleve al campo, que me sienten frente al Huracán.

Un niño dice conocerme y saber dónde está el Huracán, pero no entiende de canchas de futbol. Me toma del brazo y me lleva a un parquecito, donde asegura me llevaba tío Joaquín todos los domingos.

Ahora sé que el Huracán es la cantina donde todos los del pueblo gritan jubilosos. Aún así, sentado en la banca de siempre, le pregunto a Toño (así se llama el niño) por el Chino, goleador del Huracán. Que me diga qué pasó con Fernández, el torpe y caradura hombre de negro. ¿A dónde se fueron Filomeno Arquímedes y Artemio Cabral, los porteros imbatibles que se iban a enfrentar en la final?

Toño se queda callado unos minutos. Después me informa que el Chino siempre está en el kiosco y presume sus zapatos de charol. No es futbolista. “Es el guapo del pueblo, el que trabaja de chofer en la ciudad y gana lo suficiente para comprar cigarros de carita y traer zapatos lustrosos”. Se ríe al explicarme que Filomeno Arquímedes y Artemio Cabral son las calles que están en cada extremo del parque. Uno fue el fundador del pueblo y el otro un sacerdote que levantó la primera iglesia y después huyó con las limosnas y la madre superiora.

-¿Y Fernández, el caradura que se viste de negro?

-Ahí está, en su funeraria. Se enojaba cuando ustedes le gritaban que era un torpe y amenazaba con lanzarles lo que trajera en las manos.

-¿Y Jovita?

-Jovita y las otras muchachas son las putas del pueblo. Todos las han visitado, menos tú.

X.

De esto que les cuento, han pasado muchos años. Tantos como la muerte de mi tía Genoveva, la venta de la vieja casa a causa de tantas deudas y el entierro del gato en el patio. Con la casa se perdieron los discos de mi viejo, el aroma de chiles, ajos y caldillos en la cocina de nuestras mujeres y aquella enorme cama donde mi papá me tumbaba y jugaba a hacerse el dormido.

Entonces perdí poco a poco la cordura, a mendigar tragos de aguardiente afuera del Huracán y a dormir donde me atrapara la noche. Siempre cantando aquel tanguito de Patadura, siempre hablando de una final de futbol que nunca llega y asomándome al parque donde algo me dice que un día llegarán Filomeno Arquímedes y Artemio Cabral para batirse en un duelo a pelotazos. A veces me llega el olor a perfume barato y presiento que Jovita me mira a lo lejos.

Siempre que despierto en la calle pregunto al que pasa a mi lado si hoy es domingo. Siempre me responden que sí y entonces tomo el bastón y torpemente me dirijo al parque y busco mi banca. Los que pasan por el parque me gritan Patadura y me preguntan que cómo va el partido. Se ríen y siguen su camino.

 

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